Elías Canetti, su obra y su vínculo con el ajedrez

Por Sergio Negri

canetti EElías Canetti fue uno de los principales escritores del siglo XX. Nace en Bulgaria, el 25 de julio de 1905, de familia sefardí, de hecho su apellido correspondería al españolizado Cañete, se traslada tempranamente a Inglaterra, vive luego un buen tiempo en Austria (por lo que escribe en alemán que será su lengua literaria), se instala en Londres, donde adopta la nacionalidad británica, y residirá en el último tramo de su existencia en Suiza, país que ya había habitado previamente, muriendo en Zúrich en 1994.

En esta constelación de países y de culturas de la Europa profunda que recorrió a lo largo de su existencia, hallará fuente de inspiración, como testigo privilegiado de tiempos que no fueron, en la etapa de su desarrollo personal, precisamente halagüeños. Es que le tocó vivir el duro periodo de ambas guerras mundiales y el de las ensoñaciones de otro correspondiente a una preguerra en la que se registró el avance del nazismo.

Este fenómeno, junto a la vigencia de otras dictaduras que lo precedieron y sobrevendrían, fue objeto particular de su análisis a partir de la cual pudo ver cómo sociedades, que se veían a sí mismas como cultas y evolucionadas, podían caer en un proceso de masificación (Masa y poder será justamente una de sus obras principales) que resultó funcional a detentadores de un poder demencial que conduciría a Europa, y de algún modo al mundo todo, por la senda del extravío y horror.

En sus trabajos Canetti sabrá reflejar el clima social y moral imperante y las razones que permitieron que ese continente se alejase, ahora más que nunca, de la paz y la armonía que debe imperar en la Humanidad. Siempre que sepa evolucionar y aprender de las lecciones del pasado.

El autor, como intelectual, a diferencia de muchos otros, no estuvo para nada distraído. Bien se lo reconoce por su poderosa mirada crítica la que aplicó, muy en particular, ante los desvaríos de esos totalitarismos tan en boga.

81_8_w1000h600El Premio Nobel de Literatura que obtiene en 1981, tras años en los que sus libros parecían haber quedado en un segundo plano, resulta un definitivo espaldarazo a un autor que, por la calidad de su pensamiento, bien lo merecía. Aunque desde ya no lo necesitaba; como tampoco lo precisaron otras grandes plumas, tal la del argentino Borges.

Esos escritores, y el ajedrez, aparecen involucrados a propósito de la asignación de ese galardón, que Canetti recibe cuando Borges era, como tantas otras frustrada veces, el más serio candidato (junto a otro latinoamericano, el colombiano Gabriel García Márquez, a quien se lo habrá de conferir el año siguiente).

Preguntado sobre su potencial rival, por entonces dirá: «Yo no le daría el premio a Borges. Y no por razones políticas, que no son pocas, incluso la medalla que recibió de manos de ese tal Pinochet. No se lo concedería porque su literatura es trivial, bien escrita pero superficial como el ajedrez«. Con esa afirmación Canetti será doblemente injusto, con Borges y, desde luego, con el propio ajedrez (del que se asegura que fue aficionado).

Canetti nació en Ruse, al norte del país, la misma ciudad en la que setenta años más tarde habrá de llegar al mundo Veselin Topalov, el único campeón mundial de ajedrez que dio Bulgaria.

9780330255561-es-300Con todo, el vínculo más profundo que estableció Canetti con el juego se refleja en la trama de la que probablemente sea su obra cumbre,  Auto de fe, su única novela, que apareció en 1936, la que iba a ser parte de una trunca Comedia Humana de la Locura.

En ese trabajo logrará describir con hondura el clima de degradación imperante, localizando las situaciones principalmente en tierras alemanas. Su observación es premonitoria: la caída de la sociedad a los infiernos en lo cotidiano será el paso previo a la vuelta de un conflicto a gran escala que se suponía no debía suceder.

Esa desintegración queda claramente explicitada en las partes en que se divide el texto: “Un mundo sin cabeza”; “Una cabeza sin mundo”, y “Un mundo en la cabeza”, denotando una disociación que sólo parecía podía ser resuelta tras un largo proceso de articulación que debía completar la Humanidad.

Canetti estaba obsesionado con una imagen: un hombre le prende fuego a su biblioteca y arde junto con sus libros En esas condiciones será protagonista de Auto de Fe un personaje llamado Peter Kien, un sinólogo que es en sí mismo un hombre-libro (a quien bien podría caracterizarse de “bibliófago”).

Su sabiduría parece ya no importar a una sociedad enfocada en otras cosas, por lo que construirá un muro con sus congéneres (a quienes no podrá ni se animará a ver y comprender), estableciendo una frontera infranqueable entre conocimiento y felicidad. Terminará sus días prendiéndose fuego junto a su preciada biblioteca, como sacrificial rito, tal vez evidenciando que el conocimiento no podía ni debía ser compartido.

La contrafigura del quijotesco Kien, su Sancho Panza, queda representada en un enano jorobado, habitante de un submundo, de nombre Ficherle, quien tenía una principal idea fija….¡ser campeón mundial de ajedrez!

Por la virtual homonimia de este Fischerle con el apellido del futuro campeón mundial, Robert Bobby Fischer, se ha querido ver en Canetti cierto ejercicio de clarividencia. En ello colaboraba el hecho de que aquél se planteaba que era el mejor jugador de ajedrez, aún superior a la máxima figura de la época, el genial Capablanca. Lo que estaba lejos de poder demostrar. Etimológicamente el parentesco es en parte correcto ya que fischer en inglés, y también en alemán, significa pescador, mientras que fischerle en esta última lengua puede traducirse como pescadorcillo.

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Robert «Bobby» Fischer

Más allá de estas analogías, la comparación se nos ocurre desmesurada. Si bien las personalidades de Fischerle y de Fischer comparten cierta hosquedad, no hay demasiados otros puntos de contacto. Salvo su obsesión por el ajedrez.

Por lo pronto Fischer llegó a ser de hecho el mejor ajedrecista de todos, cuando el otro sólo presumía serlo, estableciéndose de ese modo una clara diferencia entre el ser y el creer ser. Además, si ambos podían tener como común denominador cierta faceta destructiva en sus respectivas personalidades, y un sentimiento antisemita, Fischer más bien dirigía esa energía negativa hacia su propia persona (en particular en la última fase de su existencia), mientras que el enano jorobado salido del hampa la orientaba claramente a quienes compartían su entorno, con el claro propósito de destrozar sus existencias. Adicionalmente es del todo evidente que, mientras la figura de Fischer tenía más matices (a veces a su pesar), si sus conductas podían parecer controvertidas y sus opiniones del todo desacertadas (con lo que parecía pretender decantar hacia su lado más oscuro), Fischerle directamente era un personaje absolutamente desagradable y abyecto.

Es interesante destacar que el ajedrez surge recién en la segunda parte del relato, denominado “Un mundo sin cabeza”; quisiéramos creer que eso no resulte sintomático. Tampoco desearíamos que lo fuera  el hecho de que Fischerle, el ajedrecista del relato, conviva en un tugurio en el que se lo aprecia jugándolo rodeado de prostitutas, estafadores y personas de dudosa calaña.

En el relato, cuando se encuentran esos protagonistas, Fischerle le pregunta a boca de jarro si Kien jugaba al ajedrez, lamentándose éste de no hacerlo. Allí el enano plantearía su idea del juego: “Un hombre que no juega al ajedrez no es un hombre. Yo digo siempre que el ajedrez es cuestión de inteligencia. Un tipo puede medir cuatro metros, pero si no juega al ajedrez es un pelmazo. Yo sé ajedrez y no soy un pelmazo. Permítame hacerle una pregunta. Si quiere me contesta y si no, no. ¿Para qué tienen cabeza los hombres?  Se lo diré antes de que se rompa usted la suya, lo que sería una lástima. Tienen cabeza para jugar al ajedrez…”.

Otro estereotipo de un mal trazado Fischerle lo conducirá al mundo de la estética; y lo devolverá al ajedrez, al decir: “¿Quiénes son siempre los inteligentes? Los feos, créame. ¿De qué le sirve a un guapetón la inteligencia? Su mujer gana por él. No le gusta jugar al ajedrez porque tendría que agacharse y arruinaría su perfil. Además, ¿qué ganaría? Los tipos feos tienen la exclusiva de la inteligencia. Mire usted a los campeones de ajedrez: todos feos”. Por suerte nosotros no podemos sentirnos aludidos al no haber siquiera arrimado a la cumbre de la competencia. 

La pasión que Fischerle manifiesta por el juego es tan grande que se asegura que: “Él hubiera preferido jugar sin interrupciones. Soñaba con una vida en la que se pudiera comer y dormir mientras jugaba el adversario”.  También esa pasión era de índole casi exclusiva si nos atenemos a que: “Los clientes le inspiraban ternura, si es que alguna le dejaba aún sentir su amor al ajedrez”. En cada persona veía un hipotético rival de juego; pero su alta autoestima le hacía creer que a todos vencería, es que: “En  todos sospechaba a un gran campeón del que podría aprender algo, aunque diera por supuesto que le ganaría”. Esa autoestima quedaba algo herida por la existencia de los grandes jugadores, razón por lo cual: “…había una categoría de hombres que Ficherle odiaba en este mundo: los campeones mundiales de ajedrez”.

 Dentro de la misoginia imperante, era del todo lógico que la mujer de Fischerle, a quien se denomina la Rentista, no fuera una dotada para el juego.  Sobre este punto apreciaba que: “Mientras las otras chicas conocían ya las reglas fundamentales del juego, ella jamás llegó a entender por qué las distintas piezas se movían de modo diferente. La irritaba que un rey fuera tan desvalido. ¡Qué ganas de darle un bofetón a la reina, esa descarada! ¿Por qué ella lo podía todo y el rey no? A menudo seguía atentamente el juego. Al ver su cara, un extraño la hubiera tomado por una gran conocedora. En realidad sólo esperaba que tomasen la reina…”.

Nos resulta del todo perturbador que se asegurase que sus amigas de la cúspide social consideraban “puta” a la reina mientras que al rey lo conceptuaban de “rufián”. Para la Rentista, pese a su condición femenina: “…el vocativo ´puta´ le parecía demasiado suave…”. Empero al rey no se animaba a atacarlo con epíteto alguno (¡el machismo se aplica a integrantes de ambos sexos!). Mejor concepto tenía en cambio de otros trebejos: “Las torres y los caballos le gustaban por su parecido con los de la realidad…”. Pero mucho no sabía de ellos si se considera que: “Veinte años después de que él se le instalara en casa con su tablero de ajedrez, aún solía preguntarle, con total inocencia, por qué no dejaba las torres en las esquinas del tablero, como al comienzo del juego, pues ahí se veían más bonitas”.

Alejándose de las limitaciones de su compañera, Fischerle tenía un anhelo principal: ir a América para frecuentar a los notables ajedrecistas de ese territorio. Lamentablemente ello no se le daría en la realidad. En cambio, en el marco de ensoñaciones,  Fischerle en un momento se ve arribando a ese continente, donde se consagra campeón mundial de ajedrez. Al hacerlo cambiará de nombre, adoptando el de….Fischer. Muy notable por cierto. Y aquí sí se podría entender que el autor ha caído en el terreno de lo premonitorio.

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José Raúl Capablanca

El asunto es planteado del siguiente modo: “…Luego Fischerle se marcha a un país lejano: los Estados Unidos. Allí busca al campeón mundial, Capablanca, le dice: ´¡Lo he estado buscando”, deposita su apuesta y juega con él hasta vencerlo. Al día siguiente, la foto de Fischerle aparece en todos los periódicos: ha hecho un negocio redondo…Los reporteros se preguntan quién es. Nadie lo conoce, No tiene pinta de americano, y judíos hay en todas partes. Pero ¿de dónde sale este judío que ha vencido triunfalmente a Capablanca? El primer día deja al público en suspenso. Los periódicos quieren informar a sus lectores, pero no saben nada. Los titulares anuncian: ´El enigma del campeón mundial´…”.

La referida mutación de nombre se da en el contexto del interés periodístico por la jorobada figura que se alzó con el cetro ajedrecístico. Al respecto se dice: “…Al día siguiente los reporteros ya son mil. ´Señores´, les diría, ´estoy muy sorprendido al ver que en todas partes me llaman Fischerle. Mi nombre es Fischer. Espero que rectifiquen el error…”. Es que Fischer es más que Fischerle, un pescador es siempre más que un pescadorcillo. ¡Y ahora ya era campeón mundial!

En rueda de periodistas, siempre en su delirio onírico, exigirá una retribución de mil dólares por cabeza, y les descerrajará la siguiente historia: “Como campeón mundial cayó del Cielo. Tarda una hora larga en convencerlos. Su matrimonio fue un fracaso. Su mujer, una Rentista, acabó por descarriarse, era, como dicen en su casa, el ´Cielo Ideal´ (Nota: Este es el nombre del lupanar en el que la pareja veía transcurrir sus días), una puta. Quería que él le aceptara dinero. Y él no sabía qué hacer. Si no se lo aceptaba, le dijo ella, lo mataría. Tuvo que hacerlo. Se acometió al chantaje y le fue guardando dinero. Aguantó ese juego durante veinte años, pero al final se hartó. Un día le exigió categóricamente que no siguiera; si no, se haría campeón mundial de ajedrez. Ella lloró, pero siguió en las mismas. Estaba demasiado acostumbrada a no hacer nada, a los vestidos bonitos y a los caballeros pulcros y bien afeitados. Lo sintió por ella, pero un hombre cumple su palabra. Voló directamente del ´Cielo´ a los Estados Unidos, liquidó a Capablanca y ahí estaba. Los reporteros deliran. Él también”.

Con su nueva suerte Fischerle imaginó que podría construir: “…un palacio gigantesco con torres, caballos alfiles y peones de verdad, como debe ser. Los criados irían de librea, en treinta enormes salones., Fischer jugará día y noche treinta partidas simultáneas con piezas de carne y hueso, todas a su disposición. Con sólo mover un dedo, sus esclavos se desplazarían adonde él quiera. Sus rivales llegarán de todos los países: pobres diablos que quieren aprender algo a su lado. Algunos hasta venden zapatos y americana para costearse el largo viaje. Él se muestra hospitalario y les ofrece un menú completo: sopa, budín, dos guarniciones con la carne, y, a veces, asado en vez de fricandó. Todos pueden dejarse ganar una vez por él. Nada les pide a cambio de su hospitalidad. Tan sólo que, antes de marcharse, inscriban su nombre en el libro de visitantes y confirmen expresamente que él, Fischer, es el campeón mundial. Así defenderá su título”.

Otra conexión del relato con la realidad se dará cuando se plantea que Fischerle, descubierto en una patraña que había urdido (siendo su víctima propiciatoria, como siempre, Kien), decidirá huir con pasaporte falso asegurando haber sido invitado por los japoneses para asumir como profesor de ajedrez en Tokio. En su delirio personal teme: “En la frontera japonesa podían echarle mano y encerrarlo. Y francamente no sentía la menor curiosidad por conocer las cárceles niponas”. ¡Esas mismas cárceles de Oriente que, increíblemente, sí llegaría a conocer otro Fischer, el real quien, es sabido, fue apresado en ese país ante una orden de captura impulsada por los EEUU (por lo que desde julio de 2004 estuvo en prisión durante casi un año).

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Fischerle en Nueva York
En este mundo de mentiras y espejismos algunas cosas podían hacerse realidad. Con dinerillos mal habidos, habrá de adquirir efectivamente un pasaje para viajar a Nueva York. Parecía que iba a poder ver a sus adorados ajedrecistas americanos. Estaba feliz. Podría aspirar a enfrentar a Capablanca, a quien ahora creía poder vencer y humillar. Se veía de este modo: “Al otro extremo de la mesa, Capablanca, sentado, jugaba con los guantes puestos. –Tal vez piense que no tengo guantes- dijo el enano, sacando del bolsillo un par nuevo. Capablanca empalideció, los suyos estaban raídos. Fischerle tiró a sus pies el par de guantes nuevos y exclamó: -¡Lo desafío! –Si es su deseo- dijo Capablanca, temblando de miedo…Capablanca se rindió y hasta rompió a llorar, desconsolado. – Nada es eterno- dijo Fischerle y le dio unas palmaditas en el hombro -¿cuántos años hace que es campeón mundial?…Pero Capablanca era una piltrafa humana: parecía un anciano, con la cara cubierta de arrugas y los guantes grasientos. –le daré una partida de ventaja-…”.

La obsesión de Fischerle por el ajedrez, por Capablanca, y por su sueño de campeón no tenía techo: “En su casa tenía Fischerle una minúscula agenda de bolsillo cuyas páginas dobles estaban dedicadas a un campeón de ajedrez. Si en los periódicos aparecía un nuevo genio, él procuraba averiguar –de ser posible el mismo día- todos sus datos… Durante veinte años guardó su lista en el mayor secreto…Él ocultaba su agenda en una grieta profunda que había bajo la cama…Allí estaban todos, en blanco y negro, Capablanca incluido”. Para estar a tono con las circunstancias, contrata a un sastre para que le confeccione un traje nuevo. Elige uno a cuadros, de un solo color, para impresionar en el torneo. Pero, por supuesto, hubiera preferido uno a cuadros blancos y negros. Se lamentó que ello no fuera posible, por limitaciones del diseñador.

Estaba todo preparado, el pasaporte, la indumentaria, el pasaje, la decisión. Antes de rumbear a su destino, decide por un momento regresar a su cuarto para buscar la dirección de los jugadores que debía contactar del otro lado del Atlántico. En ese momento, las cosas cambiarían de signo. La tragedia sobrevendría. Aunque, pensándolo mejor, su muerte, pese a la crueldad del contexto en la que se dio, de alguna manera lo alejaron de ese clima de profunda decadencia moral en el que se veía sumergido (y que habría de empeorar por la evolución de la sociedad en la que habitaba). A Kien, su contraparte, a quien hemos por el momento olvidado, como intuimos y ya se anticipó, no le iría mucho mejor. En su caso por propia decisión.

Estaba del todo claro que en ese tiempo a nadie le podía ir bien. El nazismo avanzaba, la Segunda Guerra Mundial, muy pronto, sería una lacerante realidad. El hombre no había aprendido la lección del conflicto masivo anterior. La crisis moral acuciaba. La cultura no había sabido prevenirnos del horror. En esas condiciones, ni siquiera el ajedrez podría ser visto como una válvula que posibilitara cierto espacio de escapatoria.

dd_partyPara abstraernos un tanto de este clima de asfixia que en Auto de fe propone Canetti, y siempre en el terreno de las menciones al ajedrez en sus obras, advertimos otros dichos que realiza en El suplicio de las moscas. Allí por un lado, al preguntarse “¿Acaso el correcto hallazgo y disposición de las personas que lo integran (Nota: Se refiere al mundo como un todo) podría hacerle perder el miedo?, responderá sin duda alguna: “Se transforma en partida de ajedrez y se queda en tablas”. Por el otro elaborará este pensamiento: “A medida que crece, el saber cambia de forma. No hay uniformidad en el verdadero saber. Todos los auténticos saltos se realizan lateralmente, como los saltos del caballo en el ajedrez”.

Así culminamos con el recuerdo de este extraordinario escritor, Elías Canetti, quien supo hallar en el ajedrez, como tantos otros escritores a lo largo de la historia, un recurso narrativo de excepción, a la hora de entregarnos las muestras de su talento impar.


 

Elías Canetti, su obra y su vínculo con el ajedrez
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