Este trabajo es la reproducción del capítulo dedicado a Ezequiel Martínez Estrada que forma parte del libro aún no editado sobre ajedrez y literatura argentina escrito por el investigador argentino Sergio Ernesto Negri.

El escritor argentino Ezequiel Martínez Estrada, nacido en San José de la Esquina, provincia de Santa Fe, el 14 de septiembre de 1895, fue el mayor de tres hermanos de una familia humilde que se movió de un punto a otro del país en busca de mejores horizontes.
Su padre abrirá en Goyena un almacén de ramos generales para ganarse el sustento. Muchos años después, ya adulto, será en esa misma localidad bonaerense donde el futuro escritor adquirirá una finca gracias a la retribución por un premio literario que recibirá.
Siendo niño, sus padres se separarán. Por lo que se trasladará a Buenos Aires donde vivirá con una de sus tías. Deberá abandonar los estudios para trabajar y tener un ingreso con el cual vivir. Se emplea en el Correo donde se desempeñará hasta su jubilación. Los hados de la abundancia económica evidentemente nunca lo alcanzaron.
Martínez Estrada habrá de fallecer el 4 de noviembre de 1964, en Bahía Blanca, ciudad que había adoptado como suya, distante unos 130 km de Goyena, luego de un camino vital que lo llevó de aquí hacia allá. Prueba evidente de una búsqueda permanente en el marco de una inquieta personalidad que procuraba hallar, no sólo su lugar en el mundo, sino también un reconocimiento en el ámbito de las letras, donde se sintió, y no sin motivos, objeto de cierta incomprensión.
Pese a lo dicho, habrá de recibir importantes reconocimientos. Por Nefelibal, un libro que es de 1922, obtuvo el tercer Premio Nacional de Letras. Por el conjunto de su obra poética, publicada en 1927 bajo el nombre Argentina, será primer Premio Municipal de Literatura.
Alcanzará el primer Premio Nacional de Letras en 1929 por su colección poética Humoresca (ese mismo año ofrecerá a sus lectores otra obra: Títeres de papel). Aunque el mismo será entregado recién en 1932. Este será un hito de honda trascendencia en su vida ya que, con los dineros de la recompensa, es que adquirirá la chacra en una agreste zona, cercana a la ciudad de Bahía Blanca, en donde se radicará definitivamente, años más tarde.
En 1933 será segundo Premio Nacional de Literatura en la categoría Ensayo, por su primera y notable incursión en el género: Radiografía de la Pampa.
Mucho más tarde, en 1960, habrá de serle conferido el principal galardón en el marco del Primer Concurso Literario Hispanoamericano, de la Casa de las Américas, La Habana, por otro de sus ensayos: Análisis funcional de la cultura.
Por otra parte, será el cuarto escritor, después de Jorge Luis Borges, Ricardo Rojas y Eduardo Mallea, en recibir el Gran Premio de la Sociedad Argentina de Escritura (SADE), lo que sucederá en 1947.
En 1949 será candidato al Premio Nobel de Literatura y en 1957 habrá de presidir la Liga Argentina de los Derechos del Hombre. Un literato y humanista cabal.
Tendrá siempre el respeto y reconocimiento de quienes vieron en él a un pensador que, como pocos, trató de desentrañar el hondo sentir de la argentinidad. Sin embargo, algunos de sus colegas y parte de los críticos literarios de su tiempo y ulteriores, prefirieron tomar distancias de un pensador que siempre mostró un pensamiento tan crítico cuan independiente.
Colaboró con la revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo, con quien tuvo una relación fluctuante; prueba de ello es la siguiente frase que le dedicó al poeta la escritora y mecenas: “Mi querido profeta iracundo: en esta tierra que es la suya y la mía, sepa usted que hay gentes que lo quieren. (…) No pida la gloria del olvido: no la conseguirá”. Pese a estos vínculos, estuvo lejos de abrevar en la tradición liberal.
Por lo demás, habiendo sido presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, entre 1933 y 1934 y de 1942 a 1946, muchos del medio lo consideraron algo periférico.
¿Qué es esto? (Catilinaria), trabajo aparecido en 1956, en el que procuró desentrañar la esencia de un peronismo destituido del poder muy recientemente, le valió otro extrañamiento: el de los intelectuales de ese cuño que abrevaban en una mirada intelectual que se denominaba nacional y popular.
Abrazará luego la causa revolucionaria cubana, país en el que residió entre los años 1960 y 1962, oportunidad en la que conoció a su compatriota Ernesto Che Guevara (el revolucionario que aún formaba parte del Gobierno, desde donde apoyó al ajedrez del que era un notorio aficionado), habiendo sido incluso director del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Casa de las Américas en La Habana. En reconocimiento a ese paso por la institución, desde el año 2000 el premio honorífico a la categoría ensayo que otorga lleva su nombre.
Aunque regresará a su patria prontamente, tal vez para morir, y su salud nunca había sido tampoco la mejor (aunque había dejado atrás un extraño mal que lo tuvo en delicada posición que coincidió con el ciclo político del peronismo), quizás lo hizo para no sentirse una vez más defraudado, en este caso por la evolución que adquirirá un régimen en el que confió, que prontamente iba a comenzar a transitar sus contradicciones entre los ideales que sostenía y la cruda realidad.
Respecto de su base filosófica había sabido intuir: “El marxismo es un ideal humanista y de cultura más que una doctrina utilitaria, es un ideal y no una táctica, una utopía y no un tratado de ajedrez, una moral y una justicia y no una violencia destructora”. Una primera referencia al juego relacionada a un sistema que, por entonces, lo llegó a cautivar. Aunque sutilmente podemos apreciar en la sentencia alguna clase de prevenciones.

Juan José Sebreli, quien pasó de la admiración irrestricta a dedicarle un trabajo biográfico que, pese a los matices, resultó muy crítico, creyó advertir en Martínez Estrada cierto apoliticismo, del que nos permitimos descreer. Pero, probablemente, acierte más cuando lo describe en su cercanía a cierto nihilismo. Todo esto fue reflejado en un extenso ensayo del cual desde el mismo título se desprende su caracterización del santafesino: alguien que estuvo embarcado en una “rebelión inútil”. Podríamos llegar a admitirlo, si posamos la mirada no tanto en el pensador sino en los resultados de la evolución del país que tanto amó y sufrió.
Otro de sus biógrafos, Christian Ferrer, prefirió bautizar su trabajo sobre Martínez Estrada bajo una explícita y dolida caracterización: “La amargura metódica”.
Allí se precisa que el ajedrez, por sus características (lo define como un “juego de caballeros que pactan previamente tratarse con impiedad y rudeza”), implica una “sobredosis de dramaturgia (que) convenía a la personalidad y a la cosmovisión de Martínez Estrada”.
A Ferrer se le debe buena parte de la recuperación del material olvidado del pensador argentino, que publicará en España bajo el sugerente nombre de Lírica social amarga (y aquí podemos ver otra buena definición de la identidad esencial del autor), en los que se incluyen los “últimos escritos sobre ajedrez, ciudad, técnica, paradoja”. El juego, como se verá, en el centro de sus intelectuales preocupaciones.
El uruguayo Felipe Arocena, por su parte, advierte en Martínez Estrada la tensión entre naturaleza y cultura que su país debía resolver, mediante un proceso de modernización que estuviera basado en sus tradiciones.
Peter Earle, investigador norteamericano que le dedicó un notable estudio, acuñará un concepto que termina por ser una muy precisa definición, no sólo de la persona sino, indisolublemente también, del país al que le dedicó sus más profundos pensamientos. Con particular justeza asegura que Martínez Estrada fue un: “Profeta en el desierto”.
Otro estudioso del norte del continente, Martin Stabb, culmina su perspectiva del argentino asegurando: “Físicamente débil, sin hijos, poseído de un anhelo vago y frustrado por un paraíso perdido, confinado durante muchos años de la vida a un puesto rutinario en el correo, Martínez ha sido desde hace tres décadas un fantasma literario en su propio país. Menos conocido que sus compatriotas Borges y Mallea, y seguramente mucho menos comprendido, Martínez Estrada pasó su vida lejos del gran mundo de «movimientos», de manifiestos y grupos literarios. Más bien cultivó la lealtad intensa, el amor profundo de la naturaleza, y sobre todo, el fino arte del fracaso. Como el «argentino invisible» malleano -a quien se parecía bastante- ha sido una presencia más que una realidad visible”.
Leopoldo Lugones, en su tiempo, aseguró que Martínez Estrada no trepidaba en afirmar: “cosas que no deben decirse porque pueden desalentar a la gente”. Allí vemos el germen de ese concepto de “amargura metódica” ya apuntado.
Borges, quien siempre prefirió y valoró muchísimo su obra poética, relativizó en cambio la influencia real de sus ensayos, asegurando: “no proyectó una sola sombra, no fue fundador de una escuela”. Ellos tuvieron una ambivalente relación con muestras recíprocas por momentos de admiración, y en otros de distanciamiento. Resuena con todo la frase de Borges sobre su colega a quien consideró: “el mejor poeta contemporáneo”.
Martínez Estrada, en ejercicio de la plena libertad de su pensamiento, se transformó en un “moralista solitario” y un “alma bella”, concepto que puede aplicársele tras despojarlo de cierta ironía con la que se lo aplicó Sebreli.
Fue más bien “políticamente incorrecto” y llegó a asumir una suerte de ensimismamiento que lo llevaría a convertirse en un “francotirador de ideas” o en un “anarquista radical”, definiciones todas de algunos de sus biógrafos.
Pudo haber cultivado como se dijo “el arte fino del fracaso”, pero, sólo en vida. De ninguna manera en lo que respecta al legado de su obra, la cual habrá de ser incluso objeto de revalorización con el paso del tiempo.
Es que sus reflexiones viven y perviven. Es que con ellas estamos más cerca de explicar muchas cosas. Es que con ellas nos creemos más cerca de cierto estado de verdad.
Por lo que tienen plena vigencia, nos proyectan, nos hacen comprender de dónde venimos y por momentos hacia dónde vamos, constituyendo sus ideas una imperecedera heredad cultural e intelectual. La heredad de alguien tan intenso que dijo estar “enfermado de Argentina”.

De su pluma en prosa surgieron, primeramente, sendas obras cumbres: Radiografía de la pampa y La cabeza de Goliat. Luego vendrán otros trabajos sublimes: Los invariantes históricos en el Facundo y, muy especialmente, Muerte y transfiguración de Marín Fierro.
En ellos desnudó las razones últimas de la argentinidad. Tomando los iniciales, vemos en el primero de sus ensayos que se pone el acento en los vastos y profundos territorios de la región más rica del país, la que lo proyectaba al mundo, cuyo horizonte siempre ha sido el infinito. Mientras que, en La cabeza de Goliat, se concentra la mirada en la gran urbe, esa que podía estar más vinculada al exterior que a los propios territorios interiores del joven país, una ciudad que resultaba tan central como compleja y caótica.
Más allá de sus inquietudes intelectuales, o mejor dicho, justamente a partir de ellas, se convirtió en un apasionado por el ajedrez, juego que practicara desde su juventud. De hecho, en los primeros tiempos, cuando su nombre aparecía en los medios de prensa masivos, en vez de cómo literato se lo presentaba del siguiente modo: “Señor Martínez Estrada, ajedrecista”.
Sus orígenes frente al tablero se remontan a cuando, en el club Mutualidad Postal y Telegráfica, jugaba al ajedrez con su amigo Enrique Falcón, a quien se le deben traducciones al castellano de dos importantes obras sobre el juego (Fundamentos del Ajedrez del cubano José Raúl Capablanca y Finales básicos de ajedrez del norteamericano Reuben Fine).
Como Martínez Estrada se desempeñaba en el Correo, es sabido que, escapándole al tedio burocrático, parte de su primera magnífica obra fue concebida y redactada en un ámbito que no le resultaba por cierto muy estimulante.
En 1919 asume como vocal junto a, por caso, Roberto Grau (el ajedrecista argentino más influyente de su tiempo) y Luis Palau (el primer medallista olímpico americano), de la Comisión Directiva del Círculo de Ajedrez de la ciudad de Buenos Aires, entidad que era presidida por Fructuoso Corte, la que había sido fundada tres años atrás en el sótano del Café Colón (sobre la Avda. de Mayo casi esquina Bernardo de Irigoyen, en la capital argentina).
El Círculo, era frecuentado por simpatizantes del anarquismo. Y rápidamente entrará, en términos deportivos, y también por el perfil de sus integrantes, en competencia directa con el más tradicional y aristocrático Club Argentino de Ajedrez.
Además, se lo verá a Martínez Estrada representar al Centro Ajedrecista de Lanús. Se sabe que, en 1923 participa de un torneo por equipos de tercera categoría, jugando para este club bonaerense (con el siguiente historial: gana cuatro partidas, empata una y pierde la restante). En 1925 participa de un torneo individual correspondiente a la cuarta categoría nacional.
Asumirá como vocal de la Federación Argentina de Ajedrez (FADA), presidida por Carlos Querencio, desde el 31 de mayo de 1924, es decir a poco de crearse la institución madre del ajedrez local. Allí será responsable de la biblioteca.
Ese es un hecho del todo excepcional, al menos desde una perspectiva actual, por un conjunto de factores: la Federación contaba con sede y biblioteca; los libros importaban (ya que podían ser susceptibles de ser consultados), y un intelectual de fuste se comprometía con los destinos del ajedrez vernáculo.
De esos años es que provienen sus primeros escritos sobre el ajedrez, algunos de los cuales corresponden a notas que fueron publicadas en el diario La Nación. Pero su objetivo central era el de escribir un libro sobre la filosofía del ajedrez, que pudo y debió ser su primer ensayo. Es que sus primeras obras habían sido todas de índole poética. Sin embargo, postergaría ese anhelo. Indefinidamente, ya veremos.
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Imagen de una nota de El Ajedrez Argentino, Nº 1, diciembre de 1923 y de una planilla de una partida disputada por Martínez Estrada (gentileza de la Fundación Martínez Estrada) |
Cuando en 1933 aparece su primer trabajo en prosa, el muy influyente Radiografía de la Pampa, en la respectiva edición se consigna que su autor ya lo era de: “Filosofía del ajedrez (obra inédita)”. Conforme puntualiza Christian Ferrer, estaba terminado para 1929. Es más, ese año la Editorial Babel la incluyó en una nómina de obras próximas a publicarse; y lo mismo volverá a acontecer en 1933. Por su lado, en Who´s who in Latin America: A Biographical Dictionary of the OutstandingLiving Men and Women of Spanish America and Brazil, publicado en 1940 por Stanford University Press, aparece Filosofía del ajedrez como editado en 1934.
Pero no. Ni fue su primer ensayo, ni tampoco habrá de conocerse en vida del autor. Habrá que aguardar a 2008, es decir, mediando una espera de unos ochenta años desde el momento de su supuesta finalización, y de más de cuarenta desde la muerte del autor, para que ello terminara por ocurrir.
Será ello posible a partir de la inmensa labor acometida por la investigadora Teresa Alfieri, quien logrará desentrañar la trabajosa caligrafía de los manuscritos obrantes en la Fundación Martínez Estrada, sita en Bahía Blanca, para ordenar todo y darles forma de libro.
Así llegará a la consideración pública el texto, conservándose el original título de Filosofía del Ajedrez, ese que tanto le hubiera gustado seguramente al autor en vida ver reflejado en la tapa de una nueva obra suya que se distribuyera en las librerías argentinas y del continente.
Filosofía del Ajedrez forma parte de la colección Los Raros, de la Biblioteca Nacional de la República Argentina (BN), debiendo esa edición ser considerada un justo homenaje al pensador. Otro lo será el hecho de que la sala de la Hemeroteca de esa institución haya sido bautizada con su nombre. Los tiempos parecen estar cambiando, y para bien, al menos en cuanto al reconocimiento que siempre ha merecido Ezequiel Martínez Estrada.
Podríamos preguntarnos las razones por las que el autor no hubiera podido publicar una obra que le era tan querida; y que tras su muerte se transformaría, hasta su definitiva aparición, en mítica. Podría sostenerse que hubiera habido cierto desinterés editorial.
Aunque también podría decantarse hacia la idea de que tal vez fuera el propio Martínez Estrada quien, de algún modo u otro, se hubiera montado en una actitud que en principio le era ajena, para seguir con sus estudios sobre un tema que tanto lo apasionaba dejándose llevar por las fuerzas del perfeccionismo.
Seguramente este objeto de estudio, el de un juego que tanto lo cautivó y sobre el que reflexionó como nadie, en su infinitud, en su complejidad, en su irrefrenable fuerza metafórica, le demandó, una y otra vez, un esfuerzo analítico adicional.
No nos cuesta creer que, en su lecho de muerte, seguiría probablemente pensando en algún detalle más que lo ayudara a profundizar sus reflexiones ajedrecísticas. ¡Cómo si ello hubiera sido posible! ¡Cómo si ya no hubiera Martínez Estrada dicho todo lo que había y se podía decir del ajedrez! Nadie, lo decimos de una vez y para siempre, se acercó tanto como el filósofo del ajedrez por antonomasia que fue Martínez Estrada a descubrir la verdad sobre su etiología. Ni aquí ni allá. Ni antes ni ahora.
Tal vez, en ese afán de perfeccionismo, por esa implícita concepción de que era imposible alcanzar con plenitud un abordaje sobre tan peculiar materia, puede llegar a no causar sorpresa lo que cuenta el escritor Pedro Orgambide (1929-2003), en el sentido de que Martínez Estrada hubiera querido quemar el manuscrito que siempre estuvo terminando acerca del juego. Tampoco nos resulta extraño que haya sido nada menos que el autor de Ajedrez, los sonetos más perfectos sobre el juego, el mismísimo Jorge Luis Borges, quien lo impidiera.
Borges, ya lo hemos destacado en diversas oportunidades, creó un universo propio con el ajedrez. Y, podríamos agregar, extendiendo ese personal cosmos, hizo posible que las reflexiones de Martínez Estrada sobre el juego no se perdieran para siempre.
Puntualmente sobre este episodio, en Genio y figura de Ezequiel Martínez Estrada, asegura Orgambide: “Acerca del ajedrez, sus amigos me contaron la siguiente anécdota: Martínez Estrada un día conversaba con Borges, cuando de pronto arrojó al fuego su manuscrito sobre el juego-ciencia. Y entonces Borges lo recogió del fuego”.
La piromaníaca idea se ve que Martínez Estrada la venía pergeñando previamente, si nos atenemos a una carta que Horacio Quiroga le escribió el 26 de septiembre de 1935, en la que se señala: “En cuanto a lo de quemar el ajedrez (Nota: Debió colocarse esa palabra en mayúsculas ya que evidentemente se refiere al libro y no a un set de juego), nada le puedo decir sino que para quemar siempre hay tiempo, –y de aquí el error de Eróstrato. Tenga la esperanza de que en el momento actual sobre viva (SIC) todavía su tratado. Me alegraría de ello, no por el libro, sino por usted”.
¿Cuándo se pudo haber producido el encuentro entre Borges y Martínez Estrada en el cual se dio ese intento de incinerar el manuscrito? Morgado estudió puntualmente el asunto apuntando que se conocen específicamente sendos encuentros personales de ellos, habiendo ocurrido uno el 17 de noviembre de 1937 (conforme una carta de Martínez Estrada, se precisa que estuvo hasta las 12.30 de la noche); pero sucede que en ese momento el santafesino vivía en Lavalle 166 y allí no había chimenea. Otra reunión fue en la casa de Scheines en Bahía Blanca, donde el investigador ajedrecístico especializado en la obra de Martínez Estrada estima que difícilmente estuviera el manuscrito.
La única posibilidad que queda, entonces, es que el suceso se hubiera dado en su casa de Alem al 900, en Bahía Blanca, donde vivió desde 1949, que cuenta con una chimenea. Aunque no hay referencias exactas de que Borges lo hubiera visitado allí. Un tema que, consecuentemente, queda algo oscuro. Quizás, todo se trate de una historia que debe ser vista preferentemente desde la perspectiva de su fuerza poética.
Lo cierto es que es exacto que Martínez Estrada y Borges solieran discurrir, cuando se encontraban, sobre el juego. Además, éste lo menciona a su colega en su cuento Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius, el mismo en el que se asegura: “la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles”. En efecto, en dos ocasiones de ese relato aparece Martínez Estrada. Primero, cuando se lo sindica, junto al escritor francés Drieu La Rochelle, refutando una teoría que denegaba la existencia de los volúmenes de una colección en la que se hablaba de planetas y sitios exóticos. Más adelante, en oportunidad en la que se le terminará dando la razón, al asegurarse: “En marzo de 1941 se descubrió una carta de Gunnar Erfjord en un libro de Hinton que había sido de Herbert Ashe. El sobre tenía el sello postal de Ouro Preto; la carta elucidaba enteramente el misterio de Tlön. Su texto corrobora las hipótesis de Martínez Estrada”.
Ya hemos dicho que las relaciones entre estos dos máximos exponentes de la literatura argentina fueron oscilantes. No obstante hay que destacar que, cuando Borges le obsequia un libro a su colega, en la respectiva dedicatoria le expresa su “admiración y gratitud” y, dando un paso más, se ubica en un rol que, proviniendo de quien procede, es el mayor de los elogios posibles: Borges se ubica en el rol de: “un lector”.

Ya estamos en condiciones de hablar más específicamente de Filosofía del Ajedrez. Su claro germen se halla en sendas notas publicadas el 23 y 30 de marzo de 1924 en el diario La Nación de la ciudad de Buenos Aires, tituladas, precisamente, Un ensayo sobre filosofía del Ajedrez. De hecho, esos con el tiempo se habrán de convertir en los dos primeros capítulos de la futura homónima obra.

Otro directo antecedente, aunque no mencionado en el texto recopilado por
Alfieri, como lo aclara Morgado, lo constituye el trabajo De la jerarquía en ajedrez publicado en el número 26 de El Ajedrez Argentino (órgano oficial de la FADA), correspondiente al mes de febrero de 1925, en el que se sostiene la posibilidad de asignarle al juego valores metafísicos y trascendentales.
En línea con un criterio conocido y reconocible, le asigna allí al juego el valor de ciencia y de arte, para culminar afirmando: “Tomado el ajedrez por dentro puede dar motivo a grandes estudios, y si he analizado ya este juego como siendo un sistema de lenguaje, de psicología, de lógica, de moral, de estética y de física, es porque en él se ponen en actividad fuerzas mentales que abarcan todo el campo de pensamiento, sin relación con el mundo material, a la manera de las fuerzas platónicas”.

Dos meses más tarde, en el mismo órgano se publica otra nota, titulada El Rey en la que, al referirse a la principal de las piezas del juego, comienza construyendo su idea de cómo ha evolucionado la guerra, asegurándose: “Si el ajedrez fuera la imagen atemperada de la guerra, tendríamos que convenir en que se trata de algo muy simple, y casi diríamos inocente, porque el hombre ya no combate así, con armas a la vista, sino que reserva su más ruda ferocidad para los ensayos de laboratorio, por ejemplo”.
En ese contexto se determina que hay una pieza que conserva una fisonomía adecuada a la época, el rey, que: “tiene más de títere que de semidiós”. De inmediato completa la idea: “El rey del tablero está próximo siempre a escapar, y a grito limpio clama a veces por un caballo, por el cual daría su reino. Como en algunos países monárquicos, es preciso que se ponga rey en lugar del muerto; en el ajedrez, porque no habría partida posible sin él, y en el mundo, porque los advenedizos son peores que los mismos reyes. Además, el rey del ajedrez tiene la misión de atraer sobre sí gran parte de las hostilidades, como si fuese un pararrayos; es resultado de cierto refinamiento republicano, el que hoy se busque la derrota por otro medio que el de la muerte trágica.…”.

Un rey de una monarquía que, al menos con el poder de otrora, ya no existirá jamás. Un rey como ente que absorbe la energía producto de las aviesas intenciones del enemigo. Un rey que siempre debe escapar. Un rey con destino más inquietante que regio. Así las cosas, un rey que es imprescindible para conducir sus fuerzas en aras de que la batalla pueda ser posible y continuar.
Luego de recorrer los antecedentes, comencemos por intentar retratar Filosofía del ajedrez, el propio libro el cual, por su complejidad y por su profundidad merece varias lecturas. En este documento habremos de trazar sólo algunas líneas aproximadas sobre un texto que es de imprescindible consulta para todos aquellos que quieren ahondar en el hondo significado del ajedrez.
En su primera parte, y habría que destacar que todos los capítulos de la obra responden a un ordenamiento que le asigna Alfieri y no su autor, discurre sobre los Orígenes del Ajedrez. Al respecto se define que el juego se ubica: “…entre las maravillas que nos han legado las antiquísimas civilizaciones desaparecidas, asociándolo a la rama filogenética de los ´upanishads´, de los símbolos pitagóricos, de la física de Leucipo”.
Con lo que el ajedrez queda asociado, en la culta y omnicomprensiva mirada de Martínez Estrada, a mundos muy virtuosos, que van de lo espiritual a lo científico. Conmueve que se lo referencie a la tradición hinduista que, desde el propio nombre en sánscrito, apela a la humildad (upanishads tiene como literal significado “sentarse más bajo que otro”, denotando la posición del alumno hacia el maestro). Y también impresiona que se apele a la escuela griega en la que se creía la posibilidad de existencia de entes numéricos perfectos o a una física basada en átomos en permanente movimiento que pueden representarlo todo, hasta el alma humana.

Yendo de lo místico a lo explicable, registra la probabilidad de su aparición en Egipto, India, China e, incluso, se hurga más atrás en el tiempo. Y no se priva de mencionar la tesis del escritor y teósofo español Mario Roso de Luna para quien: “esta invención sacerdotal y simbólica ha salido según todas las probabilidades de los templos iniciáticos de la Atlántida primitiva”.
Al reparar en la antigüedad de tan hermoso descubrimiento, el autor parece sugerir que las mentes superiores que lo concibieron corresponden también a un tiempo mejor. Con lo que la posibilidad de evolución de la Humanidad puede ser puesta en tela de juicio.
Un juego en el que encontramos: “una forma adecuada de expresión para el espíritu en que pueda expresarse mecánicamente, generando una idea-cosa que se proyecta en el espacio y en el tiempo sin desbordar los límites de la conciencia”. Un juego que se desarrolla en un espacio que, si bien tiene sus límites, ellos: “son tan vastos que bien podría ser la esfera en que Einstein encierra el infinito y aún lo reduce a su medida”.
La segunda parte se denomina, propiamente, Filosofía del ajedrez, en la que muy hermosamente se dirá: “…en el hombre que juega al ajedrez, mejor que en el hombre que reflexiona, trabaja o sueña, es posible que el psicólogo halle funcionando esa máquina complejísima que llamamos alma…”.
Como requerimientos del juego se determinan dos fuerzas elementales: memoria e imaginación. En lo esencial, en principio no desmiente la asimilación del ajedrez a la guerra, aunque la adscribe a su sentido más profundo: el de la lucha por la vida de Darwin o el de la lucha por llegar a ser de Schopenhauer.
Considera que, a pesar de la ausencia de postulados y de leyes (carencia atribuible a “una incapacidad del cerebro para ceñir a fórmulas positivas el juego”), el ajedrez es una ciencia exacta. Recuerda al respecto el comentario del ajedrecista checoslovaco Richard Réti, uno de los creadores de la escuela hipermoderna, en cuanto a que con el ajedrez el hombre ha inventado algo que lo supera.
Pide, además, que se ubique a sus mejores exponentes en la nómina de: “sabios y artistas que han ido por otros caminos ocultos, humildes y desinteresado, hacia las mismas metas inaccesibles de la Belleza y la Verdad”. En ella se ubican, por ejemplo: Homero, Aristóteles, Fidias, Bacon y Leibniz.
Proyecciones trascendentales del ajedrez: el espacio, es el título de otra entrega aparecida en La Nación, en este caso el 17 de enero de 1943. Sin esa aclaración final, la relativa al plano de lo espacial, se caracteriza el tercer capítulo de Filosofía del ajedrez.

Aquí se exploran las cualidades del ajedrez en cuanto a ciencia y arte, aceptándose ambas. En el primer caso, se halla sustento al tratarse de un específico idioma de pensar aplicado a: “un mundo de fenómenos y posibilidades conocidos sin incógnitas y con todas las posibilidades teóricamente implícitas”. Por el otro lado, se puede hablar de arte puro al ser susceptible de ser: “representado plásticamente y sus notas corresponden a las de la sensibilidad tanto como a las del juicio”.
Con todo, Martínez Estrada no se circunscribe a ambas perspectivas. Dando un paso más, cree ver en el ajedrez, por su grado de desarrollo, de afinación en el cálculo y de complejidad intelectual, una actividad que debe ser considerada dentro de las de índole sui generis.
Si es sui generis el juego, también lo será la filosofía que se trate de construir en su derredor, para lo cual habrá que utilizar elementos tanto de las ciencias físico-matemáticas como de la estética.
Al aseverarlo el autor nos recuerda que el ajedrez puede relacionarse con la vida misma ya que, como juego: “conserva impresas la pasiones y el drama de existir de los jugadores, pues el ajedrez no sólo se piensa sino que se vive”. Ahí apreciamos ecos fundacionales de la famosa frase que, muchos años después, articulará el excampeón mundial Bobby Fischer para quien el ajedrez es la vida (y no sólo como la vida).
Evidencia una cuestión que nos es particularmente cara: la de la vinculación del ajedrez con la cultura y con la evolución de cada tiempo. Por eso entiende que el siglo XIX pudo ofrecer las escuelas clásica, romántica y realista; y en el XX podrá aparecer el hipermodernismo al que aprecia conectado, por caso, con la teoría cuántica y la de la relatividad; y también con la música polifónica.
Como el ajedrez: “tiene la forma y el contenido positivista de las ciencias”, concluye que el espacio, la fuerza y el tiempo, los tres conceptos fundamentales del ajedrez, son categorías a la vez autónomas y que se interrelacionan, a modo de una ecuación matemática de funciones complejas e intercambiables.
Pero, no todo es visto como producto de la inteligencia abstracta. También priman en el juego el sentido de la estética, por lo que siempre es posible advertir: “impresiones de belleza”.
Uniendo los campos del cálculo y la emoción concluirá diciendo: “el ajedrez conserva como receptáculo cada vez más rico de esos aportes, y (…) preservará de toda catástrofe ese mundo puro del espíritu, sin cuyo disfrute el hombre no puede alcanzar una de sus más legítimas y nobles imágenes de sí mismo”.
En los siguientes capítulos se abordará, sucesivamente: El espacio; La fuerza; El tiempo, que constituyen los tres factores más relevantes del juego, referenciándose los siguientes conceptos:
- Las sesenta y cuatro casillas constituyen el espacio total del ajedrez: un cosmos. En su limitación se contiene, a la vez, su totalidad e infinitud. La contigüidad de escaques es ajedrecística (depende de la forma de conducirse de cada trebejo) y no geométrica. Se distingue entre espacio estratégico (corresponde a la concepción general de la partida) del táctico (correlacionado con las limitaciones de movimiento de cada pieza).
- La partida es un sistema estático de puntos de fuerza combinados que producen un equilibrio más o menos duradero y efectivo, que se da por simetría o por complejidad (ante una equivalencia de fuerzas). El tablero es un campo de fuerzas, con piezas que son asimismo fuerzas que se desarrollan en el tiempo y que tienen las siguientes direcciones: irradiante, la dama; frontal, el peón; lateral-longitudinal, la torre; radial, el rey (y también la dama); oblicua, el alfil (omite al más excéntrico caballo). Una posición, en definitiva, es una estructura de fuerzas.
- La fuerza está condicionada por el espacio según la posición de las piezas propias y las del rival. Toda posición es un estadio transitorio (salvo la final del mate) hacia posiciones venideras. El ajedrez es, en esencia, táctica y estrategia.
- El tiempo no es el cronológico, es el de la eficacia con que se pone en actividad una pieza. Y se mide no para ella sino para todo el sistema. Por lo que es homogéneo y total. A veces conviene perder un tiempo. Podría afirmarse que el tiempo en ajedrez no existe. Lo que valen son las fuerzas. De hecho pueden repetirse jugadas como en un infinito, lo que contraría el principio de irreversibilidad. Con todo recuerda que: “Brahma creó jugando al universo y jugando lo destruirá; la vida es tiempo, a veces, es el tiempo en el que duran los dioses o sus juegos”.
Para Martínez Estrada La lucha es otro concepto clave en el ajedrez; y será el séptimo de los capítulos en Filosofía del ajedrez, el que en parte había previamente sido publicado en el diario La Razón de la ciudad de Buenos Aires el 8 de septiembre de 1985.
Al respecto el autor cree que en ajedrez: “…toda idea de piedad, de tolerancia, de equidad, de respeto, es nociva y ningún ajedrecista la experimenta jamás”. Por lo que le asigna a la lucha un valor preferentemente masculino y aprecia en el mecanismo del juego más bien un símbolo (una tensión) sexual y no bélico.
En el capítulo que prosigue, se presenta el viejo debate El ajedrez como ciencia. Toma decidido partido por esa hipótesis, basándose especialmente en que es por los métodos de análisis que se configura como tal. Y que, en todo caso, si ello no siempre fue considerado así, lo ha sido por la propia evolución de los métodos analíticos que crecientemente dotan de mayor fuerza científica al juego.
De todos modos, hará dos interesantes señalamientos: el de que si bien es una ciencia, no se basa en la verdad, sino en el error; y que, por su inutilidad, es más bien la ciencia de una mente aristocrática.
A continuación en el texto aparece un largo apartado dedicado a Las piezas. Si Borges en sus afamados sonetos las había sabido definir con exquisita justeza y con contundente precisión, en Martínez Estrada hay un desarrollo mucho más extenso, profundo e integral. Y, en ambos casos, se conjuga toda la poesía.
Sobre el conjunto de ellas, y en un plano estético, resalta el juego denominado de Staunton, al que considera sobrio y serio por lo que: “invita a pensar despacio y con agrado”.
Al rey le asigna, a la vez, valor negativo, dado que hacia él convergen los ataques de las fuerzas enemigas, y otro esencial, ya que todo el juego se orienta a su protección. Cree que más que un papel humano desempeña un rol divino (no sin ironía agrega: “como todo dios, inútil pero inevitable”) en tanto que dirige el juego, indirectamente.
A pesar de todo la considera una pieza torpe que constituye: “el punto vulnerable sobre el que gravita la fatalidad que se cierne sobre el juego, la fractura, el miembro amputado”; por lo que la ve en tanto sombra que, sin embargo: “…da tono, brío, emoción a la partida, la hace dramática, y ese es el objeto de todos los fantasmas”.
El rol del rey muta con el devenir del juego, volviéndose gravitante sobre el final: “Su fuerza aumenta hacia el ocaso de la partida; se alza formidable sobre las ruinas. Entonces entra a combatir, a la manera de los dioses de la ´Ilíada´. Como toda cosa inútil pero inevitable, como toda manquedad absolutamente necesaria, ha terminado por asumir un papel preponderante”.
Con su debilidad congénita, la inteligencia lo termina transformando en una necesidad vital, por lo que el defecto muta en virtud.
A la dama, además de señalar el hecho de su aparición tardía como trebejo, la caracteriza por ser un factor de violencia y, a la vez, una figura protectiva.
Siendo femenina es: “difícil de manejar, de someter, de medir”. Más que base estructural de una posición, tiene el don de ser un sostén que elabora la victoria, la que prefiere definir por sí misma.
Es la pieza genial, la de la discordia, la tensión, la subversión. Aprecia que una partida sin damas: “da la impresión de una vida de viudo”.
Como mujer, en ella descansa la responsabilidad de la bondad. Los demás extraen de su figura fuerzas para luchar y consuelo para morir. En una bella expresión: “Por el rey se mata, por ella se muere”.
En la torre percibe el sueño de una mariposa, que está larvada en su casilla original, para ir despertando y adquirir creciente protagonismo.
Es la pieza de la confianza, la del sentido común, por lo que tiene un carácter conservador.
Siendo un buen político: “medra a expensas de la calamidad pública”. Es la más simple y, por ende, la de menor misterio. Por lo que es: “la más fácil de comprender y la más difícil de manejar”.
Al caballo lo ve en su condición de artista, que pega brincos; es un loco lindo que parece desenvolverse en un espacio tridimensional (por lo que crea la noción de volumen).
Es lírico, es irregular, siembra el desconcierto. Nadie puede hacer lo que hace él, ni el caballo puede hacer lo que los demás.
Martínez Estrada parece particularmente deslumbrado por su movimiento. E imagina que su desempeño sería más perfecto si el tablero fuera de 9×9 (y no el convencional de 64 casillas).
En lo que respecta al alfil, aporta una primera impresión: la de que, influidos por la visión perpendicular de la realidad, creemos que, por su andar subrepticio (oblicuo), estamos en presencia de un ofidio.
En eso contrasta con la torre, de recto caminar. Pero hace una suposición muy sugerente: bastará que el tablero rote sobre su eje para que los papeles se inviertan: con lo que será el alfil el que tendrá un recto desenvolver y la torre adoptará un inclinado andar.
Es un punto central que el alfil sólo tiene noción de una mitad del tablero, por lo que lo que no ocurre en él, en las otras treinta y dos casillas que le son ajenas, le resulta del todo incomprensible.
Los alfiles del mismo bando son dos amigos, dos almas gemelas, que colaboran en un plan, aunque no pueden compartir la felicidad por estar separados en el espacio.
Los peones son las únicas piezas que tienen espíritu de solidaridad. Por su índole estática fijan la posición. Los asocia con niños, que son pequeños en estatura y de manera simple de pensar. Por ende: “…de su destino muy poco se sabe. Tienen enfrente todo el porvenir, aunque regularmente sucumben destrozados en el tumulto de la vida”.
Siendo tan jóvenes, no tienen pasado, no pueden recordar, sólo miran hacia adelante. Son la esperanza y, quizás por eso, sueñan con coronar, transformándose en algo mejor.
Aunque ese destino es paradojalmente triste ya que, más que mejorar en su condición de peones, al arribar a la octava hilera habrán de perder su identidad. En ese acto, entonces: “mueren en un rescate”; el rescate de un otro.
Así continuará su derrotero Martínez Estrada en este libro publicado tantos años después de su fallecimiento. Se referirá, sucesivamente, a:
- La atención y el lenguaje: “La atención sería, pues, en las napas profundas de la actividad intelectual, una concordancia entre el contenido de la conciencia y el contenido de la realidad, y aumentará conforme sea mayor la posibilidad de multiplicar los puntos de coincidencia entre la cosa y el espíritu (…) En cuanto es sistema de signos convencionales pero concretos, el ajedrez es también un sistema de lenguaje (…) de signos, sui generis que avivan en la conciencia actividades psicológicas puras, desprendidas de la vida”.
- El ajedrez. Intuición y memoria: El autor, en un apartado que de todas maneras aparece inconcluso, claramente privilegia la primera, que corresponde al plano de la creación, cuando la otra remite a la esfera del conocimiento. Como cada partida es única, la rutina de la memoria, que no obstante es por momentos necesaria, debe ceder paso a la imaginación: “La memoria es, hoy, el gran enemigo del ajedrecista; la imaginación es su eficaz edecán”.
- Emociones: “Parece ser que en ajedrez no se da ninguna emoción del orden social o de solidaridad, ni de simpatía, ni de compasión, ni de piedad. … En ajedrez, la emoción se da como un producto abstracto, pero impregnado de todas las esencias humanas, con el calor y el tono propios de la vida”.
- El ajedrez, alegoría de la guerra y de la vida: No adscribe a la teoría, por tanto tiempo predominante, y aún vigente en ciertos círculos, en cuanto a que el ajedrez está asociado a la guerra; lo admite en sus orígenes, pero no en la evolución del juego. Al respecto dirá que esa es una opinión: “arcaica e insostenible”. Prefiere referenciar al ajedrez con la vida y la sociedad: “Siendo la partida de ajedrez un símil simbólico de la vida, por cuanto lo es de la voluntad, luchando por no sucumbir, de él surge un tono de victoria, de derrota, o de equilibrio definitivo contra las vicisitudes que forma como el destino de la partida…”.
- El error y el pensamiento: “…no basta que convengamos en que no sabemos nada, ni siquiera sí sabemos nada; es preciso apretar un poco nuestros anillos con la inocencia de creer que hacemos lo mejor posible, porque, al fin y al cabo, los errores son como los venenos, que una vez asimilados coadyuvan a la vida”.
- Temperamentos: “El ajedrecista debe saber objetivar su situación mientras juega. Contemplar el juego como algo que él no está jugando con toda su vida, sino resolviendo con toda su inteligencia (….) Se piensa mucho mejor cuando algo del pensamiento mismo asiste como espectador a la creación, así como para ver algunas estrellas muy pequeñas con mayor claridad, conviene mirar a un punto próximo a ellas y no a ellas mismas.
- Los grandes espíritus: “El ajedrez es un estupendo instrumento de superación intelectual, una forma superior de la cultura universal (…) El ajedrez realiza en forma concreta posibilidades no expresadas aún. Cada partida fija una de las infinitas posibilidades del juego, como cada pensamiento, cada obra, una de las infinitas posibilidades de la verdad, de la belleza, del bien. Más o menos perfecta, más o menos apta para la vida, puede servir, en el peor de los casos, como prueba de los errores que es preciso evitar y, por consecuencia, de afirmación del camino seguro que va buscándose a tientas y que, como se sabe, por suerte, jamás se encontrará. Opera en el vacío, sobre el futuro”.
Grandes espíritus, en efecto: como el suyo. Que supo descubrir en el ajedrez la posibilidad de construir una mirada filosófica. Con lo que Martínez Estrada se convertirá en un pionero en ese campo que no ha sido del todo explorado en una línea que, en todo caso, se deberá profundizar a partir de sus hallazgos. Los de Martínez Estrada: el filósofo del ajedrez.
Si al aparecer en la Argentina tan tardíamente Filosofía del ajedrez se recuperaron buena parte de sus reflexiones sobre el tema, en rigor de verdad hay que aclarar que, la primera publicación en esa dirección, se habrá de editar fuera de su patria.
Es que será en el 2003, en España, donde aparecerá el primer texto basado en manuscritos inéditos de Martínez Estrada sobre cuestiones varias entre las que se halla protagónicamente el ajedrez. El volumen respectivo tendrá como título Lírica social amarga, como se adelantó previamente. ¡Toda una definición del profundo pensamiento del autor! Ese mérito, y ese libro, se los debemos a Christian Ferrer y Flavia Costa.
En lo que al juego estrictamente respecta, se abordan aquí las siguientes cuestiones: Las piezas; El ajedrez a la ciega; Los aspectos sociales del ajedrez; Ajedrez como alegoría de la guerra y de la vida; La técnica; La partida viva y la partida muerta; El ajedrez como arte. Todas cuestiones que, desde luego, serán retomadas y ampliadas en el trabajo de Alfieri, ese que será de posterior publicación.
En un recorte bien interesante, Ferrer et al. resaltan el simbolismo erótico del juego: “Donde se alcanza una cumbre de la lírica y de la ternura es cuando Martínez Estrada contornea cada pieza en particular, de las que no se concierne tanto con su función, su valor estratégico o su jurisdicción sino con su ser íntimo, su destino y su modo de expiar”.

En cuanto al conjunto de piezas, al hablar de su evolución a lo largo del tiempo, destacan que ello: “responde en su concepto estético a la misma ley que ha hecho al juego más delicado, fino e inteligente, menos símbolo de cosas externas y más símbolo de sí mismo”. El ajedrez como metáfora de las metáforas.
En un plano más político ven que, para Martínez Estrada, el ajedrez, pese a la presencia del rey, es más bien una democracia que una monarquía. Es que: “La desigualdad nata entre las piezas no les da jerarquía perpetua: depende del uso que hagan de esa superioridad. Cada una rinde según sus posibilidades y recibe según sus necesidades. Pero sobre el interés individual está el social…Las piezas mueren con el convencimiento del sacrificio por el bien común”.
En un terreno social se está ante la comprobación que, en el ajedrez, la máxima libertad viene de la mano del sometimiento a las leyes. Por lo que cabe sólo la virtud ya que, análogamente, aunque llegara a estorbar, ninguna pieza propia puede ser dejada de lado.
En este mismo plano se retoma la idea de Martínez Estrada en tanto prefiere la asociación del juego con la sociedad (y no con la guerra), bajo el argumento de que: “Comparar la partida de ajedrez a la vida o a la guerra es una grosería. …La guerra es un estado crítico de un estado normal. El ajedrez, que acaso nace de esa representación, corresponde al estado profundo del hombre: el que produce también la guerra, sin duda, más también el que engendra hijos, compone sinfonías, fabrica alimentos, sostiene asilos. La guerra es un aspecto de lo social, como asimismo la cultura, el ajedrez, el amor, la industria”.
Hemos entonces recorrido dos obras muy importantes en las que se recogen las reflexiones inéditas sobre ajedrez de Martínez Estrada. En vida del autor, además de sus menciones al ajedrez en la obra poética, de lo que daremos cuenta más adelante, el texto más significativo sin dudas se dio cuando, en su segundo ensayo, La cabeza de Goliat, que se publicó en 1940, traza el retrato más exacto del clima ajedrecístico de finales de los años 30 y de los más notorios jugadores del país.
Ello lo hará en el tramo titulado Otro juego, en el que se pone como foco de atención el Torneo de las Naciones de Ajedrez disputado en Buenos Aires un año atrás.
Comienza de este modo: “Uno de los espectáculos más nobles y grandiosos de los que se han celebrado en Buenos Aires, ha sido el Torneo de Ajedrez de las Naciones (…) El teatro Politeama, donde otrora descollaron las figuras máximas del arte lírico, se pobló de hombres y mujeres descollantes en un arte no menos insigne, en una competencia única en el mundo por el número y la calidad de los participantes (…). Aunque Buenos Aires haya recibido comitivas de huéspedes eminentes, de verdad nunca hospedó a tantos de los que pueden ser designados con el calificativo de excelentísimos entre sus semejantes. En esas noches del certamen, la cantidad de energía mental puesta en acción por aquellos hombres y mujeres silenciosos y quietos, equivalía sin ninguna duda a la que por su calidad y pureza gastaba en igual tiempo el resto del mundo. Razas, nacionalidades, idiomas, religiones y credos distintos se coordinaban en una labor de absoluta unidad e inteligencia. El mismo anhelo, la misma fe, la misma sustancia y forma eran vivificados por esos artistas de un saber trascendental y fútil. Ahí estaban también nuestros ajedrecistas…”.
Martínez Estrada estaba convencido de que el medio ajedrecístico local, en prueba de la excelencia del pensamiento nacional, contaba con muchos jugadores competitivos en la esfera mundial. Para él: “No tenemos filósofos, ni escritores, ni hombres de ciencia, ni artistas que puedan ser considerados en paridad con los otros países, y los discursos de incorporación a las Academias marcan la mísera inferioridad de los talentos escogidos; pero tenemos ajedrecistas que se pueden medir sin desmedro con los mejores del mundo en un certamen por equipos de diez jugadores”.
Ponderó que esta situación estaba correlacionada con la calidad autodidacta de los ajedrecistas, que coincidía con su propia experiencia. Y la de tantos otros hombres de luces de la época.
Dijo sobre el punto: “Atribuyo esta excelencia a que el ajedrecista es un autodidacta que solo aprovecha como enseñanza su experiencia personal del tablero, exento hasta hoy de los influjos deletéreos de la política, realizando el estudio del juego conforme a sus aptitudes naturales (…) creo que se trata de personas que no han sido malogradas por la enseñanza oficial, y que han podido llevar a feliz sazón aquellas aptitudes geniales innatas”.
Abunda en el asunto asegurando: “Nuestros ajedrecistas: he ahí los representantes del alma argentina; vivaz, profunda, empeñosa, corajuda, atraída por la belleza, la razón y la justicia, desarrollada conforme a sus ínsitas posibilidades y no mutilada por los prejuicios y los ideales erróneos (…) En su mayoría, ellos abandonaron sus estudios o los interrumpieron mucho tiempo, durante el proceso de su afinación espiritual (…) No puede dudarse de que se trata de inteligencias excepcionales, pero aplicados al saber oficial no pasan de hombres mediocres, poco más o poco menos iguales a sus maestros, discípulos y camaradas. En el ajedrez son grandes, medidos con los de cualquier país”.
Siendo profundamente analítico para describir el medio ajedrecístico, y el contexto en el que se desarrolló el Torneo de las Naciones, no lo habría de ser menor a la hora de describir a los mejores jugadores argentinos de entonces. Su mirada, que va del análisis de los estilos de juego a las características físicas y psicológicas des ajedrecistas con los que interactuó, en muchos casos en el Círculo de Ajedrez en el que militaba, le permitió capturar sus respectivas esencias.
Sobre Damián Reca, el primer campeón argentino, asegurará que fue producto de un notable recambio generacional ya que: “Puede decirse que así como el Club Argentino representó la época clásica de nuestro ajedrez, el Círculo congregó a los románticos e hipermodernos. La llegada de Reca al Círculo desde La Plata señala esta segunda época”. Lo describe a esta guisa: “Con su tenue rojez de cardíaco que daba a su rostro de ángulos góticos una dura bondad de doncella inaccesible, apoyado en un codo y fumando sin tregua, daba la impresión de una magistral seriedad y de un aplomo de veterano. Si alguna palabra puede sintetizar su influencia y su estilo, sería ésta: dignidad”.
Con relación a Roberto Grau, quizás el más influyente ajedrecista argentino de la primera mitad del siglo XX, opinará: “…se distinguía sobre todo por dotes innatas para la combinación en el medio juego, la claridad mental con que planteaba las aperturas y remataba los finales. Poco caso hacía de los libros y nunca se sabía si los grandes maestros le importaban mucho. Se hubiera dicho que era capaz de inventar él el ajedrez de no haber llegado ya a su grado culminante. Delgado, vivaz y de un carácter jovial, puede decirse que cautivó al Círculo con su entusiasmo de adolescente genial. Más tarde agregó a sus dotes naturales la sabiduría del analista, y entonces apareció el segundo Grau, el actual, semejante a un filólogo agobiado de libros y de autoridades. Erudito, técnico, aplicando sus conocimientos tanto como su talento, surgió de sí mismo como el hombre maduro del muchacho, distinto a como todos esperaban. Se le recuerda en sus bellos días de inquietud diabólica, al que sólo retenía como subyugado por una fuerza superior a la suya, alguna posición compleja que le exigía dos torturas juntas: estar serio y estar quieto”.
Acerca de Luis Palau, medallista de bronce olímpico (el primero del país y del continente), que alcanzó al acceder a la final del Torneo de las Naciones de París´24, estableciendo unas hermosas analogías musicales (otro campo de especial interés de Martínez Estrada), opinará: “…emanaba un don de simpatía cordial y sin reservas. Poseía ya esa virtud musical de ejecutante eximio del silbo, con que modulaba stacatti de flauta mágica al tiempo que se acompañaba con toda una orquesta de codos, muñecas y yemas de los dedos. Practicaba un ajedrez filarmónico. La afinación precisa de su flautín labial coincidía con la exactitud de las jugadas, y hasta para mover las piezas y capturarlas obedecía a ese ritmo que le brotaba de todo el cuerpo. En Estocolmo batió a jugadores de fama internacional. Fuera de los días solemnes, jamás se sabía cuando estaba serio y cuando con el diablo del buen humor, pues su rostro resultaba de un acuerdo cabal entre ambos estados de ánimo, y ni en las posiciones más tensas se estaba nunca seguro de si iba a dar un jaque mate o una serenata”.
En Valentín Fernández Coria asociaba su figura a la de un gentleman que: “…era de los hombres grandes a quiénes mirábamos con respeto” y, al trazar su semblanza, da algunas señales precisas sobre el vínculo del propio escritor con el ajedrez al mencionar un hecho datado en 1912 cuando: “…vino Capablanca al país por primera vez, después de su triunfo en San Sebastián, en los diarios se publicaron algunas partidas de las que jugaron (…) con mi tablero y sin contrincante, allá por las tierras del sur, me encontré de pronto con que los signos de las partidas se me habían revelado como por arte de magia y que me era posible, desde ese instante, reproducirlas”.
A Hugo Maderna le reservará un agudo comentario: “ Creció en todo sentido más pronto y más arriba de lo que él mismo esperaría, sin perder aquella cualidad juvenil que conserva inmarcesible el talento auténtico y que consiste en no decidirse a disponer de ese talento con soltura, como si todavía le tuvieran que pedir cuentas de su uso. El juego de Maderna tiene una sencilla solidez de muchacho huesudo que parece no emplear de su fuerza sino la cantidad indispensable para vencer. Y para quien, por supuesto, la timidez no es más que una cierta vergüenza de tener tanta fuerza a su disposición”.
“La inteligencia de este maestro me ha parecido brillante y muy superior al usufructo que se resigna a sacar de ella”, opinará sobre Alejandro Nogués Acuña, para pasar a agregar: “Tengo entendido que de todos nuestros ajedrecistas es el que razona con lógica más clara, el menos metafísico y retórico. El también es así. (…) Me atrevo a suponer que si se le dijera que en determinado momento ha encontrado alguna jugada sutil y que llevara su nombre esa variante, se negaría a ello contestando que el mérito es de la posición de las piezas y que no vale la pena hacer cuestión de nombres cuando se hace cuestión de ajedrez”.
Respecto de Carlos Guimard, una figura que, siendo ya importante a fines de los 30, se proyectará con más fuerza en tiempos venideros (en los 50 integrará la escuadra argentina que obtendrá medallas olímpicas de plata), establecerá: “Hay entre su estilo de juego y su persona una concordancia fundamental. En él juega la inteligencia y la intuición primaria, lo que va directamente del principio al fin y lo que se demora voluptuosamente en lo complejo, igual función. Una especie de arabescos llenos de malicias, de digresiones ladinas, sin perder el rumbo ni dejarse atrapar, sin que lo atemoricen los eventos de la marcha. En la inflexión meliflua de su voz y en la mirada que se cansa pronto de estar quieta, hay la persistente búsqueda de un descuido para asegurar cualquier pequeña ventaja definitiva. Cualquier pequeño desliz o error, y estamos perdidos. Algunas de sus partidas parecen concebidas por el procedimiento que produce la hipnosis: son obras maestras de fascinación, donde la fuerza destructora no siempre se ve llegar de frente, sino que resulta mortífera en razón de palabras y de miradas y de una especie de pases magnéticos que al fin y al cabo causan la muerte, pero en tal forma que casi se tiene la obligación de agradecérsele. La rareza de su estilo de juego se basa regularmente en complicadas maniobras estratégicas de largo alcance, donde un plan comprende a menudo otros planes concéntricos o subsidiarios que es muy difícil prevenir y evitar, porque con movimientos tan dulces y delicados dan ganas de experimentar como diablos se puede ver uno de espaldas en el suelo”.
Más allá de los análisis que les tributó a cada uno, está del todo claro que Martínez Estrada tenía una elevada opinión sobre el conjunto de ajedrecistas a quienes les hizo este gran reconocimiento con la poderosa potencia de su pluma: “…unen a sus altas cualidades intelectuales otras plausibles de carácter y conducta. La vida es dura para algunos, como artistas que son y de un arte que únicamente estiman los iniciados, fuera de la bolsa de los títulos, las acciones, los productos, las mercancías y las divisas. En ellos hay un caudal de dignidad y rectitud que por encima de las minúsculas rivalidades transitorias los une en la sagrada comunidad de una vocación pura que para conservarse «en forma» requiere, como de los atletas, el ejercicio de la buena conducta”.
En otro capítulo de La cabeza de Goliat, describirá del siguiente modo a la gigantesca urbe: “Esta mole infinitamente complicada y viva está en perpetua agitación; hombres, vehículos y hasta objetos inánimes se diría que andan por una necesidad intrínseca de andar”.
En esa línea de análisis, con expresa mención de su juego preferido, aunque ahora en tanto metáfora y no ya como descripción del clima del Torneo de las Naciones o de la personalidad de los jugadores, agregará: “El que suponga que Buenos Aires es una ciudad fuerte está en un error: ni tiene arraigadas convicciones como para resistir un largo asedio, ni es audaz, ni ama el peligro verdadero. Juega con arrebatos y pasiones como un niño demasiado mimoso con sus juguetes, su ajedrez o su Meccano. Lo que pasa es que su tamaño sideral, su bienestar y su desasosiego intrascendente proyectan sus movimientos en un campo vasto y vivaz, y por eso juzgamos a Buenos Aires dinámico y terrible. Hora a hora se dilata, crece, lleva hasta confines más distantes su agitación superficial”.
Poco antes de la publicación de esta obra, y del propio acontecimiento deportivo que le sirvió de marco, Martínez Estrada, siempre en el diario La Nación, y como testimonio de su permanente lealtad intelectual hacia el ajedrez, el 16 de abril de 1939 presenta un estudio sobre el norteamericano Morphy (1837-1884), lo que hace bajo el título: Pablo Morphy, un artista de la afinación intelectual.
Respecto del más genial de los jugadores del siglo XIX, y uno de los exponentes más altos en toda la historia del ajedrez, opinará: “… ajedrecista norteamericano cuya aparición meteórica dejó una estela de las que llega hasta nosotros, poseyó una inteligencia poderosa y fina que participaba a la vez, y en justas proporciones, de la exactitud del geómetra y de la fantasía del poeta”.
Continúa con precisiones sobre su vida, con eje en su exitosísima gira que realizó por Europa (en la que batió ampliamente a buena parte de los mejores jugadores de la época), decantando más tarde por señalar su virtual desprecio del juego que lo hizo mundialmente famoso, al tiempo que se hundirá en la misantropía, la tristeza, el delirio persecutorio.
Así lo seguirá definiendo: “No (fue) un jugador extraordinario, sino el más completo, profundo y elegante de toda la historia del ajedrez. De él se conservan alrededor de 300 partidas (…) Directa o indirectamente se apoyan en el ejemplo de sus producciones aquellos ulteriores avances hacia más amplios horizontes, que se conocen con el nombre de escuelas…”.
Entendiendo que, hacia 1858-1859, años en los que se registra su exitosa excursión europea, el juego había alcanzado el límite de sus posibilidades, Martínez Estrada considera que, para entonces, era necesario encontrar, mediante una concepción de mayor alcance y riqueza de posibilidades, los principios estratégicos que reemplazaran definitivamente al dogma de los textos y a la fantasía de carácter poético de los jugadores. Por lo que el norteamericano fue la respuesta histórica a ese desafío epocal.
Ello fue así ya que: “Con Morphy terminan la tiranía del dogma y el señorío de la inspiración, y el gusto ordinario que se complacía en los pequeños ardides y en la entrega espectacular de piezas mayores. Sin dejar de ser, él mismo, el más acabado exponente del ajedrez de su época, Morphy inaugura una nueva era de estrategia trascendental y de belleza genuinamente ajedrecística, consistente en la afinación musical y en la exactitud matemática de las ideas”.
¿Cuál era la marca distintiva de su juego? Para el pensador argentino: “Mientras sus rivales emplean líneas de juego y movimientos consagrados como óptimos, él trabaja sobre la partida viva para cerciorarse por el razonamiento, guiado a la manera cartesiana, de la bondad de las jugadas”.
Lejos de atribuirle condiciones geniales basadas en la intuición, cree que: “…si hay algo original y supremo en la inteligencia de Morphy es cuanto se desvincula de la teoría canónica y obedece a las directivas de su propio estilo. Por ello se le ha comparado acertadamente con Mozart y se le puede comparar mucho más acertadamente con Paganini y Poe”. E insiste: “Con Morphy la partida de ajedrez adquiere su “forma” completa, como la mecánica y la estética del violín con Paganini. El sentido del ajedrez en Morphy es superior a su capacidad personal de jugarlo bien, como el oído de Paganini es superior al prodigio de sus manos. Paganini encarna una sensibilidad neta y exclusivamente violinística, como Morphy encarna una mentalidad y una técnica neta y exclusivamente ajedrecística”.
En cuanto al estilo del ajedrecista norteamericano advierte, en una suerte de incompleto decálogo: 1) Que elegía posiciones abiertas, de rápido desarrollo y máximo dinamismo, con lo que la partida tiene un signo dramático desde el comienzo; 2) Que esas posiciones abiertas no ofrecen debilidades estratégicas y son tan correctas en su estructura teórica como las posiciones cerradas de la escuela naturalista o de posición; 3) Que la combinación se realiza siempre teniendo como punto de partida el sentido funcional de la posición y no la posición misma como punto final de una serie anterior que acaba en ella; 4) Que trata las posiciones por el método y con el criterio del problemista que ve, bajo la posición real de las piezas: “la posición ajedrecística verdadera”, es decir, el comienzo de una serie y no el final; 5) Que crea el concepto de valor relativo e intercambiable del espacio (casillas) y de las fuerzas (piezas), bien distinto del concepto estático; 6) Que consideró digno de mucho cuidado cada movimiento, desde el inicial, haciendo: “vibrar todo el tablero”; 7) Que subordinó todo el valor a la sencillez, la claridad y la exactitud, procurando acumular las pequeñas ventajas tácticas (se apoya al decir esto en un juicio del excampeón mundial Emanuel Lasker); 8) Que procedía siempre según dos planes simultáneos: uno táctico, de ataque directo; otro estratégico, con horizonte de todo el tablero, para obtener mejor posición; 9) Que creó la noción de fuerza conforme al desarrollo, del desarrollo conforme al plan y del plan conforme a la realidad de la posición.
Concluye este vertiginoso análisis asegurando que, en esa transición de una mentalidad estática y cerrada a una mentalidad abierta y dinámica, es donde se advierte el principal valor de Morphy.
Uniendo tal vez las miradas estética y ética del autor, sobre el admirado ajedrecista, terminará por aportar: “Por mucho que el ajedrez actual haya progresado en la dirección de un mayor ajuste en su estrategia general y en la solidez de los conocimientos teóricos, en el dominio a fondo de las particularidades de la táctica y en la complejidad de los planes, el genio de Morphy debe ser visto como el de un creador en quien se dieron juntos los más altos poderes de la fantasía y de la precisión. Ningún jugador ha dejado en su obra un caudal tan grande, noble y puro de emociones de belleza verdadera y de afinaciones de pensamiento. En este sentido se le debe situar en la misma línea de los artistas que, desde Dante hasta Baudelaire, con Paganini y Poe como ejemplos supremos, exigieron al arte no sólo la fuerza de la expresión y la originalidad, sino además la exactitud como deber de conciencia”.

Una vez más Martínez Estrada coloca a los ajedrecistas en la misma línea de comparación de los escritores y músicos, uniendo tres de sus pasiones, la del tablero escaqueado, la de las letras, la de los pentagramas.
Un gran amigo de Martínez Estrada lo fue el extraordinario escritor uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937), a quien ya mencionamos, con quien mantuvo una profunda relación intelectual y recíproca admiración.
Su colega estuvo internado en el Hospital de Clínicas de la capital argentina, donde era visitado frecuentemente por el santafesino. Tratando de establecer un vínculo vital y positivo, ambos escritores pudieron soñar con integrar una Sociedad en Comandita para radicarse en la localidad misionera de San Ignacio, iniciativa que es descripta de este modo: “Una cuestión previa a resolver era la de qué haríamos de provecho cuando viviéramos en nuestros territorios soberanos en San Ignacio. Quiroga con sus plantas y sus canoas; yo con mis insectos y mi violín. Conversaciones, comentarios, discusiones y debates sobre libros y autores, música; cerámica; análisis de partidas de ajedrez. ¿Qué más?...”.
Hermosos sueños que quedaron truncos ya que, además de un sobreviniente desastre bancario (la poesía suele estar reñida con el éxito en el mundo del dinero), Quiroga, “El hermano Quiroga” en la concepción de Martínez Estrada, poco después, al diagnosticársele un cáncer de próstata, decidiría acabar trágicamente con sus días.

En otra aproximación que vincula sus escritos con el juego, cuando Martínez Estrada le dedica un estudio al naturalista y escritor argentino-británico Guillermo Enrique Hudson (1841-1922), que aparecerá en 1951, acuñará esta frase: “…el interés libidinoso del hombre lo ha llevado a perforar los estratos más profundos de su vida censurada. Y esto ha llegado a ser un ajedrez pasional más que un profundo sentido de la vida”.
Hasta ahora hemos transitado la obra ensayística y algunos aspectos de la vida del filósofo del ajedrez. Sin embargo, su incursión en el mundo de las letras se verificó inicialmente en el género de poesías. Y en varios de sus versos el ajedrez tendrá preciada presencia.
Si bien el crítico literario argentino Rafael Alberto Arrieta (1889-1968) celebró Oro y piedra, la obra poética más temprana de Martínez Estrada, publicada en 1918, no dejó de señalar algunas reservas ya que allí se apreciaba: “el cálculo cerebral de un ajedrecista”.
Más allá de esta precisa alusión, Martínez Estrada no introduce por sí mismo al ajedrez en las distintas poesías de este volumen. Sin embargo Arrieta, quien evidentemente conocía su afición por el ajedrez, sabrá apreciar su poderosa mágica influencia en el creador.
La irrupción del juego ocurrirá en 1924 cuando, en Motivos del cielo, aparece el poema Cuarto Menguante. Allí se incluyen los siguientes versos: “Indiferencia, tal vez;/la vida, un filosofema,/O cuando más un problema/de ajedrez”.
Con lo que se verifica en forma bien precoz que el autor, al referirse al ajedrez, lo hace asociar inmediatamente al campo de la filosofía.
En esa misma obra, que es la tercera de su historial, en el marco de sus poesías dedicadas a los signos zodiacales, cuando se refiere al de Libra, dirá: “Pero, por suerte, la tierra/reserva su mejor prez/a quien frustra en ajedrez/su propensión a la guerra”.
En esta rima entre prez y ajedrez podemos hallar ecos en dos de sus colegas. Es que en 1909 el recurso había sido utilizado por Enrique Banchs (1888-1968) en el poema Sobre la mar azul, incluido en su libro El cascabel del halcón, en el que se dice: “Ya sale de los reinos, y va con él la amada,/el rey que sólo sabe jugar al ajedrez/En media luna puestos sobre la mar calmada/caminan los bajeles llevando hombres de prez”.
También la habrá de emplear otro notable poeta argentino, Baldomero Fernández Moreno (1886-1950), a quien se le deben los siguientes versos: “Un frontispicio blanco y un techo de pizarra/juegan ante mi vista descompuesto ajedrez,/ la fronda de una plaza asciende y se desgarra/y un campanario eleva su campana y su prez”.
Complementariamente, en 1929 aparece otro de los trabajos poéticos de Martínez Estrada: Humoresca. En Humoresca Quiroguiana incluye un pasaje en el que describe una visita al consultorio de su médico personal, el doctor Nerio Rojas (1890-1971), hermano del escritor Ricardo Rojas (1882-1957), donde el juego se presenta en su mente en oportunidad en la que le toman una radiografía: “Comienza a funcionar la máquina con suave/ruido eléctrico, sordo./Rojas, en taumaturgo, maneja unas palancas y comienza el expurgo/por fisiparidad. Más he aquí lo grave:/a medida que baja una palanca,/el tenue y metapsíquico mecanismo se tranca./Da vueltas a una llave/y una cuadriculada luz de flúor, negra y blanca,/me recubre la piel, negra y blanca a la vez/como tablero de ajedrez./¡Capablanca!”.
Estaba del todo claro que, ni en un momento tan íntimo, como el que se genera al hacerse una consulta con un profesional de la salud, en el que el paciente debe desnudarse en cuerpo, y tal vez en alma (Rojas fue un reconocido psiquiatra), Martínez Estrada, podía llegar a desprenderse de sus ropas… ¡Pero no de su poesía y de su ajedrez!
Cautivado por la técnica de Rayos X aplicada a la medicina, con el nombre de Radiografía de la pampa, ya sabemos que en 1933 habrá de aparecer el primero de sus ensayos, uno que resultará tan influyente en la historia de las ideas y en los abordajes desde la sociología y la política en la Argentina. En él la mención al ajedrez es sólo circunstancial.
Cuando analiza el tema de la fe, a la que considera: “una maquinaria que se pretendía hacer funcionar en el seno de la naturaleza”, al intentar explicar la tarea de los jesuitas quienes, en el contexto de conversión al catolicismo de los indígenas los colocaba en un rol de instrumento funcional a la colonización, dirá lo siguiente: “…Cayeron unos y otros en la adoración de los amuletos y en el temor de la magia negra, catequizados a la vez por la ignorancia y la ingenuidad. Los santos regresaban a la categoría del tótem, y el ajedrez de un imperio universal se embotaba en el placer glúteo del poderío material y en la soberbia de una victoria muy difícil”.
Juan Sebastián Morgado, el investigador y ajedrecista argentino a quien varias veces mencionamos en este documento, tiene varios trabajos en los que analiza a Martínez Estrada desde una perspectiva del juego, lo que hizo en dos de sus libros: Martínez Estrada – Ajedrez e ideas y Martínez Estrada – Sociabilidades (y algo de ajedrez). También abordó la obra y vida del escritor en las ponencias Ezequiel Martínez Estrada ajedrecista (en https://es.chessbase.com/post/ezequiel-martnez-estrada-pensador-y-ajedrecista-230913) y Gombrowicz, Martínez Estrada y sus vínculos sociales; epistolario. Morgado es, sin dudas, uno de los máximos especialistas en la obra de un escritor al que tanto respeta y admira.
Siguiendo las líneas establecidas en esos trabajos, podría asegurarse que el pensador santafesino, tan imbuido en su vida y en su inescindible obra de un juego que sabemos tanto lo apasionó y sedujo intelectualmente, trasladó a su producción ensayística integral, al menos a nivel de influencia, categorías analíticas que corresponden al mundo del ajedrez.
Para empezar, tanto el ortogonal ejido urbano de la ciudad (en gran medida a guisa de damero), a la que se alude desde el propio título de La cabeza de Goliat, como la pampa que opera como central punto de mirada en su primer ensayo, podrían ser apreciados, en tanto imágenes, como tableros de ajedrez.
Para más, Radiografía de la Pampa, en su primera palabra, remite a otro concepto científico muy en boga en esos tiempos, los Rayos X. Y es sabido que, en el juego, a ciertas posibilidades de amenaza de unas piezas sobre otras, y hasta al extraño movimiento del enroque, se las suele denominar precisamente de ese modo. Igualmente no se nos escapa que un fenómeno de generalización conceptual de esta clase, por el cual un término se aplica indistintamente a diversos campos de estudio, puede responder a un sincronismo que resulta del todo cultural, por lo que las influencias más bien deben ser consideradas recíprocas y no tanto de orden secuencial.
Concomitantemente, en otra de las obras de Martínez Estrada, Los invariantes históricos en el Facundo, que es de 1947, podría advertirse que esa idea central, la de invariantes (o “fenómenos que inevitable y recurrentemente se presentan en la historia nacional”), puede también ser vista como la contracara de otro término, el de “variantes”, que es del todo prototípico para denominar a las posibilidades preestablecidas al inicio (en las aperturas) de las partidas de ajedrez.
Esos invariantes, aplicados en su análisis de la obra cumbre de Sarmiento, también son perceptibles en las reflexiones que subyacen en Radiografía de la Pampa. Y lo propio, habría que generalizar, habrá de acontecer a lo largo de toda la obra de Martínez Estrada.
Es que en ella asimismo se empleará, en forma implícita, una práctica que es del todo habitual en el ajedrez: la de “analizar desde arriba”. Un concepto que puede ser útil tanto para evaluar las posiciones en el juego como, entonces, para vislumbrar aspectos idiosincrásicos (sean invariantes o no) de la realidad social.
Morgado formula otro extraordinario descubrimiento: el uso que hace del ajedrez Martínez Estrada en las paradojas. Es sabido que el autor nunca llegó a terminar un libro que estaba basado en su estudio (Ferrer et al., ya lo hemos consignado, no obstante rescatarían del olvido reflexiones en torno de esa cuestión).
Vinculando ambos campos, en uno de sus manuscritos el pensador asegurará: “…la paradoja… especie de contragolpe o de jugada previsora en ajedrez con que de antemano se frustra en las mismas condiciones previas o en el planteo la posible objeción vencedora…”. ¡Siempre el ajedrez como recurso para describir un fenómeno que sólo en apariencia reporta a otro terreno de análisis!
Con estas analogías, la de la pampa y la ciudad como tablero, la de los Rayos X que explican el título de una obra cumbre y a la vez acciones en el ajedrez, la de las invariantes como contrafigura de las variantes de aperturas en las partidas, la paradoja como contragolpe del juego; queda claro, por si hiciera falta, la obsesión del pensador por un juego al que consagró toda una vida.
Martínez Estrada, además de su lucidez intelectual proverbial, fue un hombre muy culto, que abrevó en varias disciplinas del arte y del saber.
Si el ajedrez estaba en su radar, también figuraba en él la música. Al eximio violinista italiano Paganini le dedicará un estudio específico que, como Filosofía del ajedrez, deberá esperar muchos años en ser publicado. De hecho fue rechazado en vida por dos Universidades y una editorial; derrotero que seguiría mucho después, con el escritor ya muerto, al haber sido ignorado por el Fondo Nacional de las Artes. Hasta que, en el 2002, lo toma Beatriz Viterbo Editora, la prestigiosa casa editorial rosarina.
Sobre el virtuoso músico dirá: “Muchas veces decidió abandonar el violín y hasta le mortificaba que se hablara de música. Leonardo con la pintura, Morphy con el ajedrez, Rimbaud con la palabra, hicieron lo mismo”. Música, ajedrez y literatura, en la mente de Martínez Estrada que unía disciplinas de su admirado y permanente interés.
Al analizar el proceso de aprendizaje considera que, si se comienza el estudio de un instrumento en forma equivocada, la consecuencia será el fracaso (habla específicamente de “esterilización”) del artista.
Habrá de agregar: “Lo mismo ocurre en ajedrez quien desde el comienzo no habilita vías expeditas en el sentido de la técnica eficaz, nunca lo jugará bien”. Hay que señalar que Martínez Estrada no sólo jugaba al ajedrez sino que era un experto del violín, instrumento que estudió durante muchos años, habiéndose incluso convertido en lutier y ebanista.
En Realidad y fantasía en Balzac, libro que apareció en 1964, el mismo en el que se produjo la muerte de nuestro escritor, vuelve a recurrir al ajedrez como metáfora al expresar: “Cabía entonces en la memoria un universo de claves, de gérmenes para desarrollar en la creación, que es una forma de de meditación con razonamientos que son hechos, combinaciones, jugadas de un ajedrez prodigio”.
Más tarde agregará: “Las inflexiones y modulaciones con que sortean las dificultades, no son rodeos, esperas, cálculos de ajedrecista sino siempre el camino más directo y rápido que pueden seguir. El ajedrez lo juegan los otros…”.
Con reminiscencias en alguna medida borgianas, asegurará: “De este modo, la personalidad consciente, sin darse cuenta, se convierte una figura entre otras en el tablero de ajedrez de un jugador invisible. Y es éste quien decide la partida del destino y no la conciencia ni su intención.”
Si Martínez Estrada podría usar el ajedrez en su vinculación con el mundo de las artes (en música o literatura), no se privará adicionalmente de hacerlo al posar su mirada en cuestiones vinculadas a la geopolítica. “Bolívar es el único que, ya en 1815, ve con claridad la posición de las piezas en el ajedrez internacional, y sospecha que Brasil es una cabeza de puente de la Santa Alianza en América” afirmará, muy lúcidamente, al referirse a un Libertador preocupado por movimientos políticos que, en tiempos fundacionales, podían evidenciar sus preferencias por las monarquías en lugar de las repúblicas.
Esta reflexión se incorporará en Diferencias y semejanzas entre los países de la América Latina, un ensayo de 1962. Una mención a la Santa Alianza que, recordamos, quería restablecer el dominio borbónico en España y en sus colonias de ultramar, lo que no le podía ser indiferente a Bolívar. Ni tampoco, en evaluación retrospectiva, a Martínez Estrada.
De la producción correspondiente a esta etapa en que estuvo radicado en la Cuba posrevolución, no duda en utilizar parábolas ajedrecísticas al aludir a un sistema capitalista del que parecía abjurar, pudiendo llegar a asegurar, en El verdadero cuento del Tío Sam (publicado en 1963 por Casa de las Américas): “El primer conflicto de familia que se le presentó fue que los Estados de la Unión se le dividieron en blancos y negros, como tableros de ajedrez…” y “…para los adultos y ancianos inventaron el rompecabezas, las palabras cruzadas, el ajedrez electrónico en el que las blancas siempre matan a las negras, las danzas guerreras, la Coca Cola, el solitario, las hojas de afeitar, el rock-and-roll y el taparrabos de nylon”.
Referirse a un país en el que el esclavismo había sido tan importante, y donde la población negra seguiría siendo relegada socialmente, como aquél en el que se podía inventar un ajedrez en el cual las blancas siempre matan (y no meramente dan jaque mate) a las negras, no puede interpretarse de otro modo que como una fuerte crítica hecha desde Cuba a la potencia vecina, con la cual, sólo recientemente (probablemente en el mismo momento de escribirse el párrafo citado), es decir en octubre de 1962, se había suscitado una crisis de misiles que tuvo en vilo a todo un planeta que, como nunca, estuvo al borde de su autodestrucción.
Lo de “ajedrez electrónico”, en tiempos en que las computadoras no habían experimentado aún avances significativos en la materia, podría también ser visto como una alusión a misiles teledirigidos desde la cercana EEUU, que podían tener como destino a la pequeña isla caribeña donde residía por entonces el autor.
Martínez Estrada, ahora en prosa, en un relato que algunos estudiosos llegan a catalogar incluso de novela corta, regresa al ajedrez. Se trata de Marta Riquelme (y hay un cuento del mismo nombre muy anterior, que se le debe a su admirado Hudson, escrito originalmente en inglés), que aparece originalmente en 1951.
En él se alude a una obra inédita de esa ignota autora, sus Memorias, en la que, con nombres propios y circunstancias, se hablaba de los pormenores de su vida, en el marco de una familia del todo disfuncional (en la que se apreciaban suicidios, violaciones, amores cruzados, un padre usurero, infidelidades, traiciones, incestos).
Marta era una personalidad compleja que había experimentado, en el curso de su vida, hechos del todo excepcionales, siendo sus memorias atinentes a un corto lapso de tiempo que iba de sus doce a los veinte años de edad.

El manuscrito de Riquelme debió ser descifrado en una tarea titánica, digna de un Seminario, desarrollado por varios amigos en colaboración a lo largo de tres años.
Por momentos, se apartaban de la tarea principal para discutir sobre metafísica y, desde luego: “…muchas noches las hemos perdido jugando al ajedrez”. Es que: “Porque cuando ya nos fatigaba el trabajo de clasificar y descifrar, tomábamos el tablero y los trebejos para alejarnos de nuestras preocupaciones más que para distraernos. Y así ocurría que, al mover una pieza, en vez de anunciar el jaque dijéramos. `Debemos entender hebilla en vez de temblaba`; a lo que el otro respondía, cubriendo el jaque con un alfil: `Yo estaba pensando en trastornada; tiene más sentido`.”.
En este párrafo observamos un claro paralelismo con una situación del todo real: la de la existencia del Comité de Traducción del Ferdydurke de Witold Gombrowicz, que funcionó a inicios de los años 40 en la sala de ajedrez del Café Rex de la Ciudad de Buenos Aires, dirigida por su compatriota, el ajedrecista polaco Paulino Frydman, en el que varios escritores, incluido por supuesto el autor, llevaron del idioma polaco al castellano esa poderosa novela.
Martínez Estrada, sin dudas, estaba al tanto de los pormenores de ese trabajo, en el que estuvieron embarcados muchos colegas, entre quienes se hallaba el cubano Virgilio Piñera (1912-1979), que oficiaba de director del mencionado Comité. Por lo que, conociendo la experiencia real, pudo haber llevado más tarde al plano de la ficción el hecho poniéndolo como un eje central en el argumento de Marta Riquelme.
A propósito de estos escritores, Morgado hizo un extraordinario descubrimiento: se frecuentaron y respetaron. Es más, Gombrowicz, al obsequiarle a su colega en 1948 un ejemplar de El Casamiento, se lo dedica con esta glosa: “A Ezequiel Martínez Estrada/gran obispo/ofrece esta Iglesia/el autor diácono”.
No habría que olvidarse que, en idioma inglés, obispo (bishop) es la denominación reservada para la pieza ajedrecística de alfil. Y lo de diácono de alguna manera implica una posición de respeto a su colega al que entroniza en una categoría eclesial superior.
De todas maneras, que se hubieran utilizado jerarquías religiosas en la alusión, debe ser considerado tal vez como una muestra de ironía del polaco. Es que se lo sabe militante de un fuerte ateísmo. Y Martínez Estrada, por su parte, aunque más discretamente, no estaba demasiado lejos de esa clase de posturas por lo que, a la distancia, cuesta verlos como funcionarios burocráticos de una Iglesia con la que no podrían nunca llegar a comulgar.

Volviendo a Marta Riquelme, el ajedrez resurge cuando se menciona que se acude a esa actividad al quedar los traductores perplejos tratando de interpretar alguna que otra frase trivial. ¡El juego como tabla de salvación o vía de escape!
En otro momento se plantea la seguramente inoficiosa posibilidad de consultar a la propia Riquelme, sobre algunas dudas que se iban generando en el proceso de traducción. Pero se descarta la especie ya que se especula que, en caso de establecerse el contacto, la autora podría arrancarles el manuscrito de las manos para tirarlo al fuego. ¡Tal como Martínez Estrada, suponemos que ya para entonces había hecho, o quizás pensase aún hacer, en el caso de sus escritos sobre el ajedrez!
En su obra en cuentos, Martínez Estrada colocará como protagonista al juego en Florisel y Rudolph, centrado en los amantes de esos nombres que correspondían a dos familias enemigas, en la Alta Silesia, hacia el siglo XII. Ese relato está incluido en un libro de 1957 titulado La tos y otros entretenimientos.
Casi furtivamente, esas almas gemelas se encontraban en los respectivos palacios de tiempo en tiempo. En cierta oportunidad, estando en primavera, la princesa esperaba la visita de su amante. Al describirse sus aposentos se dice que en ellos había: “una mesilla de ajedrez con tableros de jaspe y cuarzo, y trebejos de plata y marfil y lapislázuli y ébano, que el duque de Westfalia trajo de Seleucía al regresar de la Primera Cruzada”; para de inmediato agregarse: “Florisel y Rudolph jugaban con gran maestría, y sobre el tablero estaban las piezas en la posición que tuvieron al interrumpir la partida la última vez que jugaron, por separarlos la mañana”.

Así sería su rutina: verse, platicar, leer, jugar al ajedrez. En la pluma del escritor: “Una de las ocupaciones favoritas de los príncipes amantes en las tibias noches que pasaban juntos, era la lectura, ya de amores ejemplares, ya de vidas de santos; y el juego de ajedrez”.
Un casto y puro amor que se alimentaba por los específicos preparativos que les demandaban la realización de unos encuentros que no debían ser conocidos por las familias enfrentadas.
Florisel pone a prueba a Rudolph: le plantea si siempre la habrá de amar o si la podría suplantar por otra princesa más hermosa. El galán le responde, muy apropiadamente, que no hay nadie más bella e inteligente y, dentro de sus notables virtudes, le dice: “juegas al ajedrez como un árabe”. El mejor de los elogios, por cierto.
Ese transcurrir de los amantes, plácidamente, hasta el momento en que deberán separarse, sólo podrá terminar el encuentro, como se expresa al cabo del relato, en el que Florisel y Rudolph se propongan disfrutar de la soledad y del silencio de la noche: “Y juguemos al ajedrez hasta el alba”.
Sabemos que Martínez Estrada tenía una gran estima por los juguetes. En plan probablemente de provocación, en declaraciones públicas llegó a sostener que su importancia era más relevante que los conocimientos formales que podían obtenerse en el ámbito escolar.
En el contexto de cierto debate educativo llegó a asegurar: “…un circo es más importante para la formación espiritual de un pueblo que una escuela…” y planteó la necesidad de que los chicos pobres, al igual que los ricos, pudieran gozar: “de esos libros tan instructivos que se llaman juguetes”.
En esa línea, cuando en 1956 le presentan un anteproyecto para la Universidad Nacional del Sur, de algún modo se siente decepcionado con sus autores porque, en el currículo propuesto, no se incluyen las siguientes asignaturas: “ajedrez, funambulismo, acrobacia, arte de domar fieras, de formar payasos, tonies y ecuyeres; vale decir todo lo que los niños necesitan mucho más que la escuela”.
Una vez más el ajedrez reaparece, en este caso en una nómina que puede resultarnos algo curiosa. ¡Y no queremos pensar cómo podrían llegar a reaccionar los pedagogos si se les propusiese su inclusión en los respectivos diseños de los contenidos curriculares!
Al cabo de todo nos parece entender que, Martínez Estrada, además de su excelente obra literaria, iniciada en la veta poética y continuada con sus extraordinarios ensayos, tuvo dos pasiones intelectuales centrales a la hora de la reflexión: la Argentina y el ajedrez.
Sobre su país escribió y publicó mucho en vida, siguiendo una huella que Sarmiento había marcado en el siglo XIX exponiéndose, al hacerlo, a inevitables, aunque por momentos exacerbadas e injustas críticas.
Esta situación derivó en cierto extrañamiento de los círculos intelectuales de su época, en parte habiéndoselo autoimpuesto, seguramente en el afán de protegerse y de mantener una absoluta libertad en el mundo del pensamiento y de las ideas.
Si sufrió este aislamiento en vida, es muy lamentable que esa situación se hubiera, durante bastante tiempo (y en los últimos años es grato corroborar que ese estado de cosas se ha ido modificando), en buena medida perpetuado tras su terrenal partida.
En ello se advierte una gran incomprensión a la profundidad de sus ideas o, quizás, ante la necesidad de no poder admitir que cierto tono amargo de sus reflexiones, básicamente dirigidas al destino de un país al que tanto amó, podían corresponderse al estado de situación de cosas que se iban inexorablemente verificando.
Su idealismo no podía admitir ni justificar determinadas cosas. Nunca lo calló. Por lo que siempre lo dijo a viva voz publicándolo en sus diversos libros.
Sobre el ajedrez, en cambio, en el curso de su existencia, fue muchísimo más lo que investigó que lo que publicó. Es que, el producto integral de sus reflexiones más profundas sobre un juego que tanto lo apasionó, se conocieron póstumamente. ¡Y muchísimos años después de su muerte!
En ambos rubros, intentó comprender, y llegará a hacerlo como pocos, tanto a su Argentina cuanto a su ajedrez.
A la primera, le reservó siempre, pese al cariz de su prédica, el íntimo deseo de que pudiera ser la gran Nación que su carácter soñador y poético le reservaba.
Al ajedrez, le dedicó una mirada tan profunda que le permitió concebir, y en buena medida demostrar, que existe la posibilidad de que se le asigne la vigencia de una filosofía propia.
Borges, lo sabemos, salvó sus manuscritos sobre el ajedrez del poder de las llamas. Alfieri, Ferrer et al., Morgado, han contribuido, decisivamente, primero en su rescate editorial y, más luego, en su ulterior difusión.
Por lo que otra llama, la de la sabiduría de su contenido, está ahora a disposición de los lectores.
Lectores que, al recorrer la obra de Martínez Estrada sobre el ajedrez, podrán (podremos), ahora creer estar algo más cerca de comprender sus profundidades y esencia: en su concepción, en su significado metafórico, en su morfología, en su potencialidad.
Hay una Filosofía del ajedrez gracias a Martínez Estrada. Ahora bien ya lo sabemos.
[1] Este trabajo es la reproducción del capítulo dedicado a Ezequiel Martínez Estrada que forma parte del libro aún no editado sobre ajedrez y literatura argentina escrito por Sergio Ernesto Negri.