Se cumple un nuevo aniversario del nacimiento del escritor ruso Aleksandr Solzhenitsyn, Premio Nobel de Literatura en 1970. Su vida y obra estuvieron signadas por la guerra y la prisión del estado Estalinista. Su libro más famoso, Archipiélago Gulag, da cuenta de la durísima permanencia en los campos de prisioneros soviéticos, y donde el ajedrez cumplió con su rol vital. «Cien veces me da el mismo jaque, desde la misma casilla, cien veces me escondo tras el mismo peón, y vuelvo a asomar después. Delicadeza, no tiene; tiempo, le sobra. Yo mismo me he colocado en jaque perpetuo al declararme ciudadano soviético», es uno de los pasajes que ilustra su afición y la utilización del juego en su arte. El investigador argentino Sergio Negri nos acerca esta intensa biografía.
Por Sergio Negri
El reconocido escritor e historiador ruso Alexandr Isayevich Solyenitsin (1918-2008) utilizará el ajedrez en su obra cumbre, Archipiélago Gulag, en dos sentidos.
Por un lado, al describir su existencia en cárceles del país en donde servirá de distracción y consuelo. Por el otro, como recurso metafórico literario al hablar más específicamente de su confinamiento en uno de los tantos Gulags que formaron parte del sistema represivo imperante en su país.
Se alude desde luego a los campos de internamiento y trabajos forzados, que devendrían en muchos casos de exterminio, a los que se enviaron millones de personas.
Estuvieron diseminados a lo largo del vasto territorio de la exURSS (hubo más de treinta mil asentamientos de esa clase), habiendo sido creados en 1930 y disueltos formalmente en 1960.
Originalmente fueron concebidos para destinar allí a criminales. Pero pronto fueron reorientados hacia ciudadanos apresados de países extranjeros con los que se estuvo en conflicto y, más específica y cruelmente, serán ocupados por disidentes políticos.
Allí, independientemente del origen de las personas y de las razones reales o esgrimidas de detención, se cubría un régimen de trabajos forzados. Allí se alojaban en condiciones paupérrimas. Allí eran torturados física y psicológicamente. Allí muchos morirán penosamente.
Su conocimiento público comenzó a generalizarse, al menos en lo que respecta a Occidente, gracias a la primera publicación que se produjo en 1974 en Francia de la mencionada obra, Archipiélago Gulag, que es la más conocida de Solyenitsin.
Sin embargo su edición, aunque no su escritura, es posterior al Premio Nobel de Literatura, que se le había ya conferido en 1970.
Está conformada por relatos autónomos, que se elaboraron entre 1958 y 1967, en los que se denuncia el sofisticado sistema de castigo que había sido funcional a las prácticas represivas del régimen estalinista. Los rusos deberán esperar a 1990 para poder conocerla ya que será entonces cuando aparezca, aunque parcialmente, en el país.

En el afamado trabajo, al describirse las condiciones de vida, el ajedrez aparecerá en el siguiente fragmento: “Me interesaba cada insignificancia de la celda, había perdido el sueño, y cuando no observaban por la mirilla yo examinaba la habitación disimuladamente. Por ejemplo, en lo alto de una pared había una pequeña hendidura, de unos tres ladrillos, sobre la que colgaba una cortina de papel azul. Mis compañeros aún habían tenido tiempo de confirmármelo: ¡Sí, era una ventana! ¡La celda tenía ventana! (…) En la celda había también una mesa. Sobre ésta, en el lugar más visible, una tetera, un ajedrez y una pila de libros”.
Lo que no sabía por entonces eran las razones de la visibilidad de esos elementos. Como paso previo al Gulag, por el momento el autor estaba confinado en Lubianka, una prisión anexa al cuartel general del temible servicio secreto soviético, la KGB, ubicado en Moscú, en celdas ubicadas en su planta baja, en las que será interrogado e incluso objeto de tormentos.
Como norma de ese lugar el vigilante debía, observando cada minuto por la mirilla de las celdas, cerciorarse de: “…que no se abusaba de tanta generosidad de la Administración, que no se hacían boquetes en la pared con la tetera, que nadie se tragara las piezas de ajedrez y dejara como saldo un ciudadano menos de la URSS, que nadie prendiera fuego a los libros con la intención de incendiar la cárcel”.
Creemos que ello fue expresado con menos ironía de la que en principio sugiere. Teniendo en cuenta las circunstancias, Solyenitsin valora la situación (es que será peor lo que sobrevendría), al decir: “¡Qué vida más confortable! Ajedrez, libros, camas de muelles, buenos colchones y ropa limpia. No recordaba haber dormido tan bien en toda la guerra…”.

Con todo, las horas más duras eran la dos primeras del día en las que: “Si pese a todo procuras echar una cabezadita apoyado ligeramente contra la pared o acodado en la mesa como si jugaras al ajedrez, o relajarte ante un libro ostentosamente abierto sobre las rodillas, en la puerta sonará un golpe de advertencia dado con la llave, o lo que es peor: la puerta, que se cierra con una chirriante cerradura, de pronto se abrirá sin hacer ruido (así de bien entrenados están los celadores de la Lubianka), y cual rápida y silenciosa sombra, como un espíritu a través de la pared, el sargento se adentrará en la celda en tres zancadas y te sacará de tu modorra a porrazos; puede que además vayas al calabozo, o puede que retiren los libros de toda la celda, o que supriman el paseo — un castigo colectivo cruel e injusto —…”.
No se aclara, como parte posible de otro cruel castigo, pero intuimos que también podía formar parte de las represalias el hecho de que se les quitase a los encarcelados la posibilidad de jugar al ajedrez.
Otra mención al juego se dará en el siguiente parlamento: “Naturalmente, de noche también discutimos, hasta que dejamos de lado la partida de ajedrez con Suzi o los libros. Los agarrones más fuertes vuelven a ser los míos con Yevtujóvich, ya que todas las cuestiones que tratamos son explosivas, por ejemplo: cuál será el resultado de la guerra”. Ajedrez y libros, siempre vinculados en el pensamiento del autor, incluso a la hora de decidir apartarse, sólo por un momento, de ellos.
Al ser trasladado a la prisión de Butyrka, que era de tránsito, ubicada asimismo en Moscú, en la que alguna vez estuvieron también detenidos, entre tantos otros, el célebre poeta Vladímir Mayakovski (1893-1930), que acabará sus días suicidándose, y el escritor Isaak Bábel (1894-1940), que fue fusilado por orden de Stalin, Solyenitsin, que será conducido a esa cárcel en varias oportunidades, de una de esas experiencias dirá: “Dos meses me tuvieron en aquella celda, pude dormir por todo el año pasado y por todo el año siguiente, y en todo ese tiempo fui avanzando bajo los catres hasta llegar a la ventana, y de nuevo volví a dormir al lado del zambullo, pero esta vez ya en un catre, y siguiendo sobre los catres llegué hasta los de arriba, hasta el arco medianero del techo. Ahora ya dormía poco, sorbía el elixir de la vida y gozaba. Por la mañana, sesión de la sociedad científico-técnica, después ajedrez, libros (libros juiciosos, tres o cuatro para ochenta personas, siempre había cola), y veinte minutos de paseo: ¡un acorde en tono mayor!”.
En este derrotero las condiciones, rumbo a su posterior Gulag, habrán de empeorar. En un próximo confinamiento en el que le tocó ocupar el ala sudeste del primer piso de Butyrka, ya desaparecerá el ajedrez, y así lo registrará al describir: “…una espaciosa celda cuadrada que en aquella época daba cabida a doscientos hombres. Como en todas partes, los presos dormían en los catres (eran de un solo piso), debajo de ellos, o simplemente en los pasillos, sobre un suelo cubierto de tarimas de madera. No sólo eran de segunda categoría las mordazas de las ventanas, sino que todo cuanto había allí parecía destinado, más que a los hijos de Butyrka, a los hijastros”. En efecto allí, a diferencia de lo que había ocurrido previamente: “…no había libros, ni damas, ni ajedrez para aquel hormiguero humano…”.
Si ya, por ausencia de esa posibilidad de distracción leyendo libros o jugando al ajedrez, Lubianka y Butyrka podían comenzar a ser recordadas como un paraíso, ¡no queremos ni pensar cómo se habrá sentido el escritor cuando, en definitiva, será conducido a un Gulag donde todo necesariamente habrá de ser muchísimo peor.
Se habla de un viaje en tren, siempre estando el autor apresado. En el vagón en que lo trasladan, se aprecia que sube en cierto momento un profesor, defensor acérrimo del estado de cosas imperante, por lo que no trepidará en explicar aún lo inexplicable.
Al conversar desde posturas tan irreconciliables de los interlocutores, el abismo entre ellos será esencial. Por lo que el autor concluirá diciendo del otro: “Discutir con él es inútil. Mucho más interesante es jugar con él. No, al ajedrez no, a `camaradas`. Hay un juego así. Es muy sencillo (…) Asiéntele un par de veces. Dígale algo con su mismo vocabulario. Se pondrá contento. Acostumbrado a verse rodeado exclusivamente de enemigos, está ya cansado de mostrar los dientes (…) Pero si lo toma a usted por uno de los suyos, le abrirá su corazón como cualquier ser humano…”.
Dialéctica pura. Y extrema. Sólo posible en la triste lógica de amigo-enemigo, tan difundida en tiempos y geografías diferentes, esa en la que ninguno de los componentes se preocupa por respetar al otro.
Al referirse a una de las novelas de Boris Diakov, a quien se sindica como colaboracionista del sistema, se asegurará: “…antes de que lo hubieran avergonzado públicamente, explica con mucha elegancia las razones por las que un hombre inteligente debe tratar de evitar en lo posible el tosco destino del pueblo (´una jugada de ajedrez´, ´el enroque´, es decir, exponer a los demás a los golpes en lugar de a uno mismo)”, para lamentarse de inmediato: “¡Y ése es el hombre que hoy asume el papel de principal comentarista de la vida de los reclusos!”.
En otro diálogo se consignará: “¡Si por lo menos conocieran las reglas del ajedrez: a la tercera posición de jugadas son tablas!”. Y se sigue, siempre en tono ajedrecístico, afirmando: “Pero no. Perezosos para todo, no lo son para esto: cien veces me da el mismo jaque, desde la misma casilla, cien veces me escondo tras el mismo peón, y vuelvo a asomar después. Delicadeza, no tiene; tiempo, le sobra. Yo mismo me he colocado en jaque perpetuo al declararme ciudadano soviético…”.
Estos párrafos corresponden a uno de los momentos en que el escritor habrá de ser interrogado antes de uno de los inevitables traslados que debió enfrentar, siempre en situación de confinamiento, en este caso en un escenario aún más grave ya que se estaba en vísperas de uno de los crudos inviernos del país.
Al relatar una de los tantos episodios humillantes por las que deberá atravesar, en este caso a partir de la acción de jóvenes que disfrutaban del goce de hacer el mal a los reclusos, expresará que las autoridades del campo no podrían haber inventado flagelo peor.
Es que: “Del mismo modo que en una buena partida de ajedrez las combinaciones empiezan de pronto a surgir espontáneamente, dando la sensación de haber sido sesudamente pensadas con antelación, así son muchos éxitos de nuestro sistema en su empresa de aniquilar seres humanos”.
¡Una empresa de aniquilar seres humanos! Los horrorosos extremos de la peor cara que pueden mostrar personas que, en palabras de la pensadora alemana Hannah Arendt, se dejan llevar sólo por “la banalidad del mal”.
Un par de menciones adicionales al ajedrez en este conmovedor y esclarecedor texto. En primera medida se podrá apreciar que alguien: “…en la celda vecina, estaba sentado en la tarima de arriba y jugaba tranquilamente al ajedrez”. Y, por fin, se mencionará: “Da curiosidad: ¿cómo y cuándo han encontrado nuestras zamarras en el suelo, con el ajedrez?”, en el contexto de una situación de emboscada que debía ser evitada.
Al cabo de todo, hay que apreciar en Solyenitsin la condición de sobreviviente y el hecho de que sabrá reflejar con detalle y agudeza los alcances, las características y las consecuencias de un sistema represivo montado para, en definitiva, acallar toda probable acción de disidencia.
Lo hará en este influyente trabajo escrito en la absoluta clandestinidad, articulado a partir del registro de su propia experiencia y el de otros sobrevivientes de los Gulags.
Desde el conocimiento público de esta obra, la Humanidad ahora no podría hacerse la distraída respecto de otro de los regímenes trágicos y opresivos que se dieron en el brutal siglo XX, uno que colaboró primero con la caída de Hitler pero que, desde el arribo al poder de Stalin, habrá de convertirse en sí mismo en otra forma, una algo más sofisticada, de totalitarismo.
En este caso en los Gulags, y lo propio ocurrió en los campos de concentración nazis, y sucederá en las cárceles de las dictaduras militares latinoamericanas en los 70, y en tantas otras situaciones de terrorismo estatal caracterizadas por la ausencia de libertad e inhumanas condiciones de reclusión, los prisioneros podían, al menos circunstancialmente, escaparse de la cruda realidad, distrayéndose y soñando sobre un tablero de ajedrez, generalmente improvisado (como por ejemplo los realizados con mendrugos de pan).

En esos escasos momentos de sosiego, y al menos en el mundo limitado a los 64 escaques, ello podía llegar a ocurrir. Un tiempo, lamentablemente muy corto, en el que los recluidos podían sentirse dueños de sus propios destinos.
Solyenitsin registrará y transmitirá en Archipiélago Gulag algunos de estos oasis en los que se convertirá el ajedrez en su propia experiencia en confinamiento.
Es que el ajedrez siempre apela a lo mejor de nuestros pensamientos y de nuestro mundo interior. Apela a nuestras mentes y consciencias. Apela a nuestro corazón y espíritu.
Por lo que no hubo ni habrá campos de concentración, sometimiento a regímenes despóticos, ni Gulags que puedan con la libertad de creación que el ajedrez nos tiende, como una de las pocas vías escapatorias que supo concebir la Humanidad cuando se deben afrontar situaciones límite.