Por Por Sergio Ernesto Negri. Extracto del libro no publicado del autor sobre ajedrez y literatura argentina.
El ajedrez no era para nada ajeno a cierto mundillo ilustre en tiempos iniciales de la argentinidad, en los que las condiciones de político y de hombre de letras bien podían confluir, tal como se refleja en los episodios que son recreados en La revolución es un sueño eterno, novela histórica de 1987 (que fue galardonada en 1992 con el Premio Nacional de Literatura) debida a Andrés Rivera (1928-2016), que tiene como eje la figura de Juan José Castelli, el patriota a quien se considera el Orador de Mayo en alusión a su papel en la Revolución Patria de 1810 quien, paradojal y cruelmente, habría de morir de un cáncer de lengua.
Ese trabajo será llevado al cine en el 2010 bajo la dirección del argentino Nemesio Juárez ocupando los papeles protagónicos los excelentes actores locales Lito Cruz, encarnando a Castelli, y Juan Palomino, asumiendo el rol de de Monteagudo.
En tono autobiográfico Rivera pone en boca de Castelli las siguientes palabras: “Yo, ¿quién soy? … .¿Qué soy? ¿Un actor que levanta sus ojos de un cuaderno de tapas rojas, y mira la transparente penumbra de una habitación sin ventanas, de techo alto, y que sugiere, desde ese escenario, al público que lo contempla, que el invierno llegó a la ciudad? (A la izquierda del escenario, un catre de soldado. A los pies del catre de soldado –para que yo no olvide, sea yo quien sea–, una manta color humo, limpia, doblada con prolijidad. En la cabecera del catre de soldado, enrollada, una capa azul, que huele a bosta y sangre. Entre la manta y la capa, un tablero de ajedrez: las treinta y dos piezas del juego son de peltre. El rey blanco y el rey negro parecen muy altos ÿ muy encorvados, como si hubieran cargado un mundo sobre sus espaldas. Tienen cara, supongo, porque están encapuchados)”.

Vemos, entonces, que el ajedrez irrumpe de pleno en el relato desde sus propios inicios. En otro momento, cuando Castelli es visitado por Cufré, su médico personal, quien lo atendía de su terminal dolencia, seguramente por el nerviosismo de la situación, al divisar el tablero mueve casi inconscientemente el peón blanco de rey avanzándolo dos casillas, como si estuvieran jugando para, casi de inmediato, devolver esa pieza a su posición inicial.
Evidentemente, el galeno necesitaba apoyarse en algún elemento externo para pedirle a Castelli que hable de lo que era tan difícil decir. Cufré debía comunicarle que quería operarlo y esa intervención implicaba cortarle la lengua a Castelli. ¡Cortarle la lengua al Orador de la Revolución! Y así terminarían las cosas, para un patriota que fue, para muchos, uno de los principales cerebros de la gesta libertaria de Mayo.
Si ese médico se evidenció como un ajedrecista titubeante, no sucedió lo propio con otro patriota, Bernardo de Monteagudo, que fue de los pocos que acompañó a Castelli en sus horas más dramáticas (se autodefinía como “un leproso político”).
Rivera, al referirse a uno de los encuentros entre Castelli y de Monteagudo, lo coloca en clave ajedrecística. Dice el autor: “Jugué P4R. Monteagudo jugó P4R. Jugué C3AR. Monteagudo jugó C3AD. El ajedrez, dijo Monteagudo, al mover su caballo, es un juego feudal. Oh, escribí en una hoja de papel. Escribí: Sírvale, Ángela, por favor, café al amigo Monteagudo: Y a mí, tráigame arroz con leche. A5C. Monteagudo movió C3A, jugada cauta para un temperamento como el suyo, receloso y arrebatado. Noté que la fatiga lo abstraía a Monteagudo. Tomó su café y me leyó un artículo que firmó en La Gazeta. El artículo reprocha a la Primera Junta y a uno de sus principales corifeos…”.
El diálogo, que iba de lo cotidiano a lo político, proseguirá. Y también lo hará la partida, que adquirirá la siguiente secuencia (siempre utilizándose el sistema de notación descriptivo en vez del algebraico que terminó por imponerse en la práctica ajedrecística): “4. P3D P3D”.
La intensidad de la charla, y la de un juego cuya suerte final se intuye, en principio continuó con: 5. P3A P3CR, momento en el que se aprecia que en de Monteagudo “…sus dedos acariciaron largamente la cabeza del peón”; mientras que se lo observa a un Castelli frágil y viejo usando su mano temblorosa. Con ellas toma el caballo dama (CD) y, al hacerlo, “…sabe que, cuando Monteagudo se siente del otro lado del tablero, volverá a acariciar el lomo del CD, con una mano que tiembla, y moverá el CD a CD2D, y Monteagudo, cuyas manos no tiemblan, incurrirá en un error fatal”.
La partida, y el relato (y el recuerdo, y por ende el sufrimiento,), avanzan en su curso. De este modo: “Castelli juega CD2D; Monteagudo, A2C. Castelli, C1A; Monteagudo enroca, enroque corto, y pierde la partida. Monteagudo, que enroca corto; pierde la partida, y no lo sabe. Castelli mira la torre negra y el rey negro de Monteagudo, enrocados, el rey negro muy alto y muy encorvado, y como encapuchado, de peltre, quieto en su casilla blanca, y la torre, negra, de peltre, en su casilla negra, y sabe, el cigarro apagado en la boca, los ojos desteñidos que miran al rey negro, muy alto y muy encorvado, como encapuchado, de peltre, quieto en su casilla blanca, y la torre negra, de peltre, en su casilla negra, que Monteagudo perdió la partida…”.
La hermosa aunque algo cruel metáfora de la muerte como ´sueño eterno´, que da nombre al libro, se presenta con esas precisas palabras: en el transcurso del juego entre Castelli y Monteagudo, habrá una oportunidad en la cual: “…toman, por la cabeza, al alfil, y lo mueven a 4T, y mira su brazo izquierdo, doblado a la altura de la ingle….Monteagudo dice, sin levantar la vista del tablero, de la partida que recién está en su comienzo, que no terminará, que va a perder, y que no sabe que va a perder, que dará a publicidad, tan pronto como pueda, una confesión…Monteagudo, que no levanta los ojos de su rey, muy alto y muy encorvado, y como encapuchado, quieto en la casilla blanca del enroque, y del tablero donde perderá la partida que recién comienza, y que no sabe que va a perder, dice …Yo me permitiré confesar el gran vacío en que la privación de sus talentos revolucionarios nos ha puesto, y que su muerte será para mí una eterna desgracia. Me siento casi halagado, escribe Castelli. Para que el halago sea completo, escribe Castelli, que mueve el cigarro apagado de un extremo a otro de la boca, dígame: ¿usted alude a mi muerte? Sí, y a ninguna otra, dice Monteagudo, los ojos de Monteagudo en la partida que no terminará, que perderá, que no sabe que va a perder…Usted, Monteagudo, escribe Castelli con una letra angulosa, frágil, de viejo, dijo, en el curato de Laja: La muerte es un sueño eterno”.
Poco después, con el destino marcado y sabido por parte de los protagonistas, de Monteagudo se marcharía. Derrotado pues. Por partida doble. En el juego, por su admirado Castelli. Y fuera de él, al comprobar que su vencedor en la lid estaba por morir.
En cualquier caso, en épocas en que los hombres pugnaban por una Revolución, en épocas en que la Patria estaba naciendo, en esa época de batallas y de luchas, otras batallas y luchas, las que se presentaban en un tablero de ajedrez, formaban parte de las actividades culturales de una sociedad que quería ser libre. Y no sólo la muerte sería un sueño eterno: también lo sería el ansia de libertad.
En un momento del relato, Castelli hace un listado de sus posesiones materiales, las que heredarían sus familiares y amigos. En la respectiva nómina se incluiría, entre otros preciados objetos personales, un ejemplar del Quijote, la espada que había cargado en Suipacha, un poncho rojo, un peine de marfil, cinco camisas (una de ellas muy gastada) y, por supuesto, el mencionado juego de ajedrez de peltre. Eran épocas de patriotas honestos, cultos y austeros.
Sobre la obra de Rivera, en el extraordinario libro de Scher et al. (Scher, Ariel; Blanco, Guillermo y Búsico, Jorge; Deporte nacional – Dos siglos de historia, Emecé, Buenos Aires, 2010), se dice: “Juan José Castelli, abogado, orador impar, vocal de la Primera Junta, revolucionario de los revolucionarios de Mayo, un hombre encarcelado y un hombre enfermo, comparte sus horas más duras con Bernardo de Monteagudo, el dueño de otra imparable voluntad de cambiar al mundo. Y, aunque es experto en la esperanza del cambio social y está entrenado en no frenar para intentar esa esperanza, deja la realidad quieta un rato, ese rato, y juega. Al ajedrez. El Castelli que piensa ajedrez es el que reelabora el escritor Andrés Rivera en su libro La revolución es un sueño eterno. Aquel Castelli, el último: alguien inseparable de su dignidad, sus ideas, su pelea y su salud vuelta mala. Tiene eso y casi nada más. La nada no es absoluta por dos o tres detalles, entre ellos un tablero de ajedrez…Será así porque en los doscientos años que siguieron, la historia argentina tuvo, como todas las historias nacionales, la razón y el descuido, la lógica y la sorpresa, la vitalidad y el agotamiento, la elaboración y la improvisación de una larga partida de ajedrez”.
Mucho antes del final relatado con pluma tan vibrante por Rivera, en épocas más gloriosas, habría que recordar que Castelli, el 20 de mayo de 1810 irrumpió, junto a Martín Rodríguez, en la sala en la que se hallaba el Virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros, a quien le habría espetado la siguiente frase: “Excelentísimo señor: tenemos el sentimiento de venir en comisión por el pueblo y el ejército que están en armas, a intimar a Vuestra Excelencia la cesación en el mando del Virreinato”.
Era hora de que quienes ocupaban estos territorios se fuera dando cuenta del fin de un vínculo que unía, aún, a estas tierras con el Reino de España; dos jornadas más tarde se haría el Cabildo Abierto; cinco días después, se declararía solemnemente la libertad.
Este episodio es recreado en un bajo relieve correspondiente a la estatua erigida en honor a Castelli ubicada en la Plaza de Constitución de la Ciudad de Buenos Aires, que fuera esculpida por el artista alemán Gustavo Eberlein (1847-1926).

En la escultura, que fue inaugurada el 20 de mayo de 1910, es decir al cumplirse exactamente el Centenario respecto del momento en que tales hechos efectivamente sucedieron, se lo observa a Castelli vestido de civil, y a Rodríguez con uniforme militar, en el preciso momento en el que se presentan en el Fuerte de Buenos Aires ante el Virrey quien, en esas circunstancias, aparece distraído practicando un juego de mesa.
Si bien se considera que en la realidad de los hechos Cisneros estaba jugando en ese momento a las cartas, el artista, al hacer su trabajo, prefirió presentarlo disputando una partida de ajedrez. En la que aparece como su rival el brigadier José Ignacio de la Quintana Riglos. En el juego de barajas que en la realidad se produjo se sabe que, junto a los partícipes de esa supuesta partida de ajedrez, estaban también distrayéndose jugando a las cartas el fiscal Caspe y su edecán, de apellido Coicolea.
El escultor, en esta readaptación de las circunstancias, seguramente estuvo animado por la convicción de que el noble juego de ajedrez era más apropiado para representar su trabajo en vez de recurrir a los simples naipes.
Aquella libertad expresiva tiene correlato con una circunstancia que es del todo auténtica: el ajedrez era, en ese tiempo, parte constitutiva de las costumbres locales.
Castelli y de Monteagudo, en definitiva, en la pluma magistral de Rivera, años después de ese momento fundacional, recapitularían sobre esos otros tiempos de vitales experiencias previas.
Lo harían a la vera de un tablero de ajedrez, juego que era tan conocido en estas tierras desde los tiempos de conquista y de colonia. Juego que seguirá siendo practicado. Ahora en épocas de libertad.