Carlos Fuentes, el escritor mexicano y el ajedrez

Se cumple un nuevo aniversario del fallecimiento de una de las figuras mas importantes de la literatura mexicana y latinoamericana. En esta nota, recorremos algunas de sus novelas donde el ajedrez dice presente. «La muerte de Artemio Cruz», «Zona sagrada», «Agua quemada», o «Los años con Laura Díaz», entre otras.


Por Sergio Negri

Carlos Fuentes es uno de los escritores mexicanos más afamados e influyentes en su país y en toda Iberoamérica. Se trata de una de las piezas más robustas del denominado boom de la literatura latinoamericana de los años 60.

Además de haber ejercido la docencia, fue un notable diplomático.  Como escritor fue galardonado con el Premio Rómulo Gallegos en 1977, el Cervantes en 1987, y el Príncipe de Asturias de las Letras en 1994.

Había nacido en rigor en la ciudad de Panamá pero, es sabido, toda su recorrida vital, su obra, su pensamiento y su corazón, estuvieron siempre enfocados a su México, donde fallecerá en el año 2012.

A lo largo de su obra tuvo, como una de sus principales inquietudes, la de explorar en la historia e identidad de ese gran país de la porción norte del continente.

De su primera producción, que al cabo de todo se convertirá en uno de sus trabajos más notorios e influyentes, tenemos La muerte de Artemio Cruz, una novela que fue publicada en 1962 en la que se formula una prospección de la vida de un antiguo revolucionario devenido en  poderoso prohombre, visto todo en perspectiva en el momento de su agonía.

Como telón de fondo se puede llegar a interpretar la vigencia de un argumento central: la del fracaso de la Revolución de 1910. Por lo que, la muerte de su protagonista, puede ser vista como la caída definitiva de las ideas que en su momento supo sostener. En cualquier caso Fuentes, con magistral estilo, al indagar en la existencia de Cruz, explorará  con hondura sobre el sentido mismo de la vida.

una-de-las-ediciones-de-la-muerte-de-artemio-cruzEn La muerte de Artemio Cruz habrá de mencionarse al ajedrez en sendas oportunidades:

  1. Caminó, mirándose las puntas de los zapatos, por las viejas calles, trazadas como un tablero de ajedrez. Cuando dejó de escuchar el taconeo sobre los adoquines y los pies levantaron un polvo reseco y gris, dirigió la mirada hacia los muros almendrados del antiguo templo fortaleza. Cruzó la ancha explanada y entró a la nave silenciosa, larga y dorada. Nuevamente, las pisadas resonaron. Avanzó hacia el altar…”.
  2. “La cabalgata de revolucionarios venía del llano hacia el bosque y la montaña. Corrieron velozmente a su lado mientras él, desorientado, bajó hacia los pueblos en llamas. Escuchó el chicoteo sobre las ancas de la caballada, el tronido seco de algunos fusiles y quedó solo en la llanura. ¿Huían? Giró sobre sí mismo, llevándose las manos a la cabeza. No entendía. Era preciso partir de un lugar, con una misión clara, y jamás perder ese hilo dorado: sólo de esa manera era posible comprender lo que sucedía. Bastaría un minuto de distracción para que todo el ajedrez de la guerra se convirtiera en un juego irracional, incomprensible, hecho de movimientos jironados, abruptos, carentes de sentido…”.

Con esta última alusión Fuentes recala en la primigenia alegoría que asocia al ajedrez con la guerra, la que es susceptible de ser aplicada a muchos actos de la vida cotidiana. En la anterior recurre a otro clásico, uno menos metafórico y más realista: describe un contexto urbano como si del trazado de un tablero de ajedrez se tratase.

Este último planteo lo usará una y otra vez Fuentes en su obra. En Zona sagrada, al hablarse de Madonna dei Monti, un pueblito ubicado en el valle de la Campania,  que le recordaba a tantos de su país, dirá: “…la traza de ajedrez se pierde en el enjambre de callejuelas que han sido escalones, escalones que se convierten en pasajes, pasajes que serán túneles.”).

Al referirse a otro ejido urbano, en Agua quemada, cuarteto narrativo, no pudo dejar de reconocerle no sólo su origen ancestral (siempre la cuestión de la identidad presente en el mexicano Fuentes), sino también su forma de damero, al asegurarse: “…era él quien imaginaba la ciudad como había sido en la Colonia, él quien le contaba a la vieja cómo se había construido la ciudad española, trazada como un tablero de ajedrez, encima de las ruinas de la capital azteca”.

En el cuento Un fantasma tropical vuelve al tópico, ya no de la ciudad del pueblo marítimo en el que vive una anciana sino de su propia casa: “Y cuando la futura anciana señora salía de su casa de pisos de mármol cuadriculados como un tablero de ajedrez, siempre se cubría con un parasol negro, pero su mirada no se la daba a nadie, sino a la mujer del camafeo que tenía tendido al pecho”.

En Cambio de piel, siempre en tono descriptivo y ya no alegórico, describirá a una persona así: “…el lánguido y cultivado shonerjud que juega ajedrez en el segundo piso de un café de barrio”. Una situación que bien puede transcurrir en muchos puntos del planeta y en épocas bien diferentes.

Un diálogo donde el juego tiene un poder más significativo se observa en Los años con Laura Díaz, novela de 1999, en donde se ve a Felipe, un anciano, ser interpelado por su nieta acerca de qué es un revolucionario. El experimentado hombre le responderá que es una ilusión que se pierde a los treinta años. Con todo, algo íntimamente el interrogante le moviliza ya que: “Don Felipe jugaba ajedrez en el patio de la casa de campo con un inglés de sucios guantes blancos y la pregunta de la nieta le hizo perder un alfil y sufrir un enroque”.

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En esta mención nos parece advertir que Fuentes evidentemente no conocía demasiado del juego. Sólo así se explica la expresión “sufrir un enroque que, en vez de ser una acción que pueda tener connotaciones riesgosas, como se lo sugiere, para quien lo ejerce generalmente (podría decirse que casi siempre) es más bien un recurso de tono profiláctico y preventivo.

Un poco más adelante, poniendo el tono al desenlace de la partida (y no sólo la de ella), se expondrá: “…don Felipe, protestando que él ya no era alemán sino mexicano, se dejó sitiar el rey, el inglés exclamó check mate, pero sólo cuatro años más tarde dejaron de hablarse don Felipe y don Ricardo y desprovistos de sus respectivos compañeros de ajedrez, se murieron de aburrimiento y de tristeza…”.

Otra referencia que Fuentes hace sobre el ajedrez se aprecia en La silla del águila, uno de sus últimos trabajos, en el cual, en procura de describir distintas personalidades de algunos de los personajes que componen la trama, se expresará: Ya ves, un puro juego de ajedrez en el que yo era la reina, Arruza el rey, Andino el alfil y tú el pinche peón”.

Las diversas jerarquías posibles, con sus equivalencias respectivas en los trebejos, una vez más presentes, como en tantos otros casos reflejados en la literatura desde la Edad Media hasta esta parte,  en el más  puro estilo de asociar al ajedrez como metáfora de las posiciones asimétricas que se pueden ostentar en el entramado social.

Un último mensaje que nos deja Fuentes con eje en el juego se da en su penúltima novela, La voluntad y la fortuna, que vio la luz en el 2008, en la cual un personaje reflexionará de este modo: “Éramos, de algún modo, los peones de un gran ajedrez que desembocaba en la solución, por lo visto ritual, de ´poner a buen recaudo´.”.

Es de suponer que, en ese “gran ajedrez” se puede adscribir no sólo al atribulado personaje de ese trabajo de Fuentes sino, también, al propio prestigiosísimo autor mexicano y, en definitiva, a todos.

Carlos Fuentes, el escritor mexicano y el ajedrez
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