
Por el MF Sergio Ernesto Negri
Tomas Eloy Martínez (1934-2010), el extraordinario periodista y escritor argentino, fue un apasionado del ajedrez. Gracias a Sol Ana, la menor de entre sus siete hijos, sabemos que se lo inculcó siendo una niña, cosa que hizo en un momento muy particular, ya que acababa de perder a su madre.[1] Por lo que podemos especular que, al hacerlo, el escritor estuviera pensando en el sentido redentor del milenario juego.
También es sabido, en este caso a partir de su propio testimonio que, cuando adolescente, en su San Miguel de Tucumán natal, llegó a jugar una partida en simultáneas contra el excampeón argentino Carlos Guimard, con quien logró entablar.
De todos modos, nada condescendiente con sí mismo, se definió Martínez como “jugador mediocre-o menos que eso’”. Ese día, por los avatares del juego, comprobó en todo caso “cuánto se parece el ajedrez a la vida”.
Estamos en presencia de un autor para quien siempre «nos pasamos la vida buscando lo que ya hemos encontrado«. Por lo que no habría que extrañar que, en sus búsquedas, supiera entremezclar como pocos, con gran maestría, la realidad (esa que abordó en sus inconfundibles crónicas periodísticas) con la ficción (en la que se destacó notoriamente).
En ese sentido puede asegurarse que siempre supo tomar retazos de la realidad como materia prima fundamental de las novelas que legaría. La novela de Perón, Santa Evita, y muchos otros de sus trabajos del género, son una cabal prueba de ello. Para más, y casi como una síntesis de este pensamiento que imbrica lo que es con lo que puede llegar a ser, al último de sus ensayos lo tituló Ficciones verdaderas: hechos reales que inspiraron grandes obras literarias. Toda una declaración de principios.
En su faceta de cronista, anclado en la cruda realidad, y sabiendo de su amor por el ajedrez, no podemos dejar de comprobar que sobre el mismo ejerció una ácida mirada, al describir a qué extremos de bajeza se podía haber caído en una actividad a la que, sin dudas, idealizaba. Seguramente que ese sentir lo compartía con otro objeto de sus devaneos, su propio país, al que le dedicó primero, esperanzadoramente, “El sueño argentino”, y al que luego le asestó, del todo amargamente, “Réquiem por un país perdido”.
En una nota del diario argentino La Nación publicada en 2005,[2] bajo el tremendo título de El ajedrez de los vencidos, si bien comienza a referirse, no sin pena, a la caída del campeón mundial Garry Kaspárov en su enfrentamiento con la computadora Deep Blue ocurrido en 1997 (lo que lo hace recordar la vieja idea de que la especie humana “acabaría sucumbiendo ante las armas que ella había creado”), termina mucho más angustiado por ciertas situaciones que sucedían en España en relación a un medio ajedrecístico en el que deberían siempre imperar altos valores.
En concreto, se refiere a la situación de jugadores que “deambulaban como mendigos por las aldeas y ciudades de su país, disputándose la carroña de las malas pagas y viajando sin boleto en los trenes nocturnos, escondidos en los baños”; y contrasta esa situación con la de aquellos otros del pasado que competían no por dinero sino por orgullo.
Asimismo, se refiere a un exponente croata que “vive como un salvaje, alimentándose del pan que le sirven durante las partidas y que guarda en servilletas de papel” y, aún peor, habrá de condenar la actitud de sendos ajedrecistas (uno de ellos argentino, al que menciona con nombre y apellido, como a todos los otros) que, para tener más oportunidades de obtener premios en metálico, denunciaron ante la Guardia Civil a seis colegas que estaban indocumentados, de forma tal de que fueran excluidos de la prueba.
Advierte que, como declara uno de los aludidos: “Nos hemos vuelto miserables” y, en ese contexto, Martínez presenta asimismo el caso de quienes, urgidos por necesidades económicas, pactan el resultado de las partidas para repartirse los premios en dinero, en un contexto acuciante que, de alguna manera, justifica acuerdos espurios que pueden ser reinterpretados desde la perspectiva de una mentada “solidaridad”.
Estos hechos, para alguien que consideraba que el ajedrez simbolizaba “el ascenso del alma a la serenidad de los dioses”, eran del todo inadmisibles. Se podía “morder el polvo” (tal la expresión del autor) contra la impiadosa computadora, pero de ninguna manera se debería caer en lo propio frente a los valores de la ética y de la propia dignidad.
Su exquisita pluma termina el relato de estos episodios de un modo sólo aparentemente más amable, al decir: “Los chinos creían que el ajedrez reproducía en un pequeño tablero todas las figuras del cielo, las del pasado y las que vendrían. Esa visión, sin duda verdadera, contiene la imagen invencible de Deep Blue y de los robots que serán campeones perpetuos, así como las imágenes menesterosas de los pobres maestros que vagan por España de pueblo en pueblo, trocando sus saberes por mendrugos.”
Después de un análisis tan lacerante sobre la marcha del ajedrez en su confrontación con lo que sucedía en la realidad, hecho en tanto periodista, resultará un remanso recalar en el tratamiento que le dispensó al juego, en su obra ficcional, ahora en cuanto escritor.
En La novela de Perón, al referirse al hecho real, ocurrido en 1964, cuando el expresidente argentino evidenció su voluntad de regresar al país (el consabido “Operativo Retorno”), que culminará con el protagonista siendo devuelto a España desde Brasil, sobre el punto dice: “A Cresto le pareció que, luego de aquel fracaso, había llegado la hora de que el General moviera su dama…”. Más explícitamente agrega: “Unos oráculos del árabe Al-Mu´tamid, que solía consultar en los momentos de confusión, le revelaron: Somos para su mano un juego de ajedrez. Si el caballo da jaque, la reina salva al rey”.
Se refiere, desde luego, a Isabelita, la última compañera del político que, tiempo después, y no sin consecuencias negativas para sus conciudadanos, como la historia se encargaría de reflejar, asumirá la Presidencia del país. Cresto, por su parte, es el esposo de su madrina; y con ambos la futura esposa de Perón viviría, cuando abandonó su morada familiar, oportunidad en la que ese hombre, misteriosamente, le inculcara sus “saberes” en materia de espiritismo.
Por su parte Al Mu´tamid fue un rey en Sevilla rodeado de una leyenda en la que el ajedrez es protagonista. Por lo que es preciso reproducir. Se ha dicho que uno de sus favoritos jugó en 1078 una partida con el rey Alfonso VI de León en la que se apostó el destino de esa ciudad, la que estaba siendo asediada. Como ganó el árabe, siempre según el relato, se la respetó, y el castellano se quedó a cambio con el tablero y las piezas empleadas en ese providencial juego. La realidad es bastante distinta, Sevilla no fue ocupada sólo porque su monarca acordó pagar un cuantioso tributo al español. Una mezcla de realidad y de ficción que seguramente hubiera disfrutado mucho Tomás Eloy Martínez.
Regresando desde la Edad Media, y volviendo a sus trabajos, se observa que en Santa Evita, al referirse al Coronel que había secuestrado y manipulado el errante cadáver de ´La Abanderada de los Humildes´, en cierto momento se menciona que él, y sus discípulos de la escuela de espionaje, urdían conspiraciones “sobre mesas de arena coloreadas como tableros de ajedrez”.
Por su parte, en Las vidas del General, al analizarse cierta visión geopolítica de los EEUU, Gran Bretaña y del Vaticano, compartida por la Argentina (una virtual Santa Alianza, como se la denomina), en cuanto a que el nazismo derrotado en la Segunda Guerra Mundial era menos peligroso que el comunismo triunfante, dirá que los partidarios de aquella ideología: “podían ser utilizados como peones mortales en el tablero de ajedrez de la guerra fría”.
En Purgatorio, que fue su última novela, mencionará un consejo paternal expresado con este tono: “Tenés que actuar como en el ajedrez, Marcelo. Antes de atacar pensá en cómo te vas a defender. Nadie va a sentarse en tu silla para jugar por vos”. Mucha sabiduría en el progenitor, desde luego.
Lo más interesante de Tomás Eloy Martínez, en cuanto a sus menciones al ajedrez, se verifica en El cantor de tango, su penúltima ficción, que es de 2004, en donde presenta una deliciosa historia que vincula al juego, al escritor noruego Henrik Ibsen (1828-1906) y a su compatriota Olaf Petrus Boye (1864-1933), el arquitecto que diseñó el exterior del hermoso Palacio de Aguas Corrientes de la Ciudad de Buenos Aires que se terminó por construir en 1894 y que, según puntualiza el escritor, siempre en tren ficcional: “…murió de un ataque al corazón en mitad de una partida de ajedrez el 10 de octubre de 1892, cuando aún no había completado los dibujos de la mansarda suroeste”.

Vinculando los temas, en busca de intertextualidades, resulta del todo sugerente que fue justamente después de estudiar los planos de ese Palacio que el coronel Carlos Eugenio de Moori Koenig, el mismo que es aludido en Santa Evita, eligió el recinto para ocultar el cuerpo momificado de la mítica figura argentina, lo que sucedió en 1955 luego de quitársela al embalsamador, el médico español Pedro Ara.[3]
Por lo pronto, Martínez los presenta a Ibsen y a Boye reuniéndose todas las tardes a jugar al ajedrez en el Grand Café de la capital noruega (Cristiania, por entonces era su nombre, hoy la bella Oslo). Se sabe, aunque no existen mayores detalles de ello, que el autor de Casa de Muñecas y de Peer Gynt lo practicaba. En el relato del argentino, se dice que ambos: “Permanecían horas sin hablarse, y en los intervalos entre una y otra jugada, Boye completaba los arabescos de su ambicioso proyecto mientras Ibsen escribía El constructor Solness”.
Pero ese encuentro, al menos en sus alcances, y sobre todo en su temporalidad, es absolutamente improbable, ya que se lo ubica en Noruega (Es que Boye: “Desde la mesa que compartía con Ibsen en el Gran Café enviaba el dibujo de las piezas que compondrían la fachada a través de correo que tardaban una semana en llegar a Londres, donde eran aprobados, antes de seguir viaje a Buenos Aires.”) cuando el arquitecto nórdico, en rigor, hizo los diseños del Palacio en la propia capital argentina, en la que residió entre los años 1885 y 1891 (un año antes allí mismo nacería, incluso, su primer hijo).
Por lo que no coincide la cronología ya que El constructor Solness es publicada en 1892, habiendo sido escrita un año antes, justo apenas el dramaturgo regresa a su patria tras veintisiete años de exilio voluntario en diversas ciudades europeas, por lo que ambos amigos no pudieron haber podido coincidir en el tiempo y en el espacio referidos en El cantor de tango.
Lo que sí es enteramente cierto es que Ibsen frecuentaba ese café (de hecho tenía una mesa reservada a su nombre) por lo que, tal vez, aunque bajo otras condiciones, y seguramente algo más tarde, allí pudo jugar al ajedrez con el diseñador de la fachada del Palacio de Aguas de la orgullosa, por entonces, ciudad de Buenos Aires.
Pero estas precisiones en definitiva carecen de relevancia. Importa más la verosimilitud que la veracidad. Y, en eso, en el tratamiento ficcional de hechos reales, dotándolos de fuerza argumental y por momentos poética, siempre Tomás Eloy Martínez fue un maestro.
Ya no en Cristanía, sino en Buenos Aires; ya no en el Grand Café noruego; ya sin Ibsen ni Boye como protagonistas, el autor dirá que, en otro lugar donde se consume preferentemente esa infusión de origen americano, y donde aún mejor se conversa, sobre todo a ciertas horas que invitan a soñar: “Llegué al café Británico a las dos y media de la mañana. Habría unas seis o siete meses ocupadas, el doble de lo que era usual a esa hora. Vi a los habituales jugadores de ajedrez, a un par de actores que volvían del teatro y a un compositor fracasado de rock que templaba acorde sueltos en la guitarra. Advertí que todos ellos se movían con ansiedad, como los pájaros en vísperas de un temblor de tierra, pero ni yo ni nadie habría sabido en aquel momento decir por qué”.
Al cabo prácticamente de la novela, Martínez hace volver a su protagonista a ese lugar, para decir: “…caminé hacia el bar Británico, donde tomé un café con leche y comí un sándwich sin jugadores de ajedrez alrededor, ni actores que regresaran del teatro”. Todo era, entonces, menos gratificante: “Todo parecía tan quieto, tan apagado, y sin embargo nadie dormía”. Es que: “Los fragores de la vida discurrían en las veredas y en las plazas como si el día empezara…”.
Fragores de una vida registrados en la perspectiva de un joven norteamericano que, habiendo venido a estos confines a buscar a un cantor de tangos, terminó por hallarse involucrado en acontecimientos inesperados, marcados por una crisis social local, viéndose entremezclado con gente en la calle, presenciando la huida en helicóptero de un Presidente, comprobando cómo una sociedad se asomaba al abismo. Por lo que podía no ser extraño que, en ese marco, hubiera ajedrecistas que dejaran de mantenerse como parroquianos de un café ubicado en una zona que podía, por imperio de las circunstancias políticas, haberse convertido en peligrosa.
Tomás Eloy Martínez, como periodista, supo describir con acritud, contracara probablemente de un implícito idealismo, el ambiente del ajedrez. Tomás Eloy Martínez, como escritor, pudo ubicarlo más amablemente en un plano ficcional.
Tomás Eloy Martínez, en ambas facetas, y en cualquier caso, evidenciando su pasión por un juego, ese que supo enseñar a sus hijos, ese que tanto disfrutó (particularmente cuando era un adolescente) y ese que, por ende, no podría estar ausente en su tiempo de escritor, sea a la hora de sus reflexiones sobre la realidad, sea cuando evidenció el ejercicio libre de una pluma de la que brotaron sus imperecederas novelas.
[1] Fuente: Tomas Eloy Martínez según sus siete hijos, Fundación TEM, en http://fundaciontem.org/tomas-eloy-martinez-segun-sus-siete-hijos.
[2] En http://www.lanacion.com.ar/721765-el-ajedrez-de-los-vencidos.
[3] Es del todo sabido, y Martínez lo habrá de mencionar en Santa Evita, que el militar no podrá hacerlo ya que un incendio en casas vecinas se lo impidió, evidenciando que ese cadáver tenía una magia especial, impidiendo a quienes quisieron profanarlo, esa vez, antes, después y siempre, que pudieran concretar sus siniestros propósitos.