Roberto Grau: el padre del ajedrez argentino

 
Nimzowitsch-Grau, San Remo 1930

Semblanza del maestro incluida en La generación pionera (1924-1939), primer volumen de la colección Historia del Ajedrez Olímpico Argentino, Senado de la Nación, 2012. Autores: Sergio E. Negri y Enrique J. Arguiñariz.

Roberto Grau, a quien se considera el padre del ajedrez argentino, nació en Buenos Aires en 1900 y falleció en su ciudad en 1944. En rigor, si bien siempre estuvo presente, no llegó a brillar en las competencias olímpicas, ni logró alcanzar medalla alguna a pesar de que, en su tiempo, fue el máximo representante del ajedrez vernáculo.

En los Juegos de París de 1924, a sus tempranos 24 años de edad, estuvo al borde de llegar a la final (en cuyo caso hubiera sido bronce), defeccionando en las dos últimas partidas de la clasificatoria, que hasta ese momento lideraba cómodamente.

Igualmente, en la rueda consuelo estuvo bastante bien (empató el cuarto puesto, junto a otros 3 jugadores, entre 44 ajedrecistas que jugaron esa fase) y tuvo meritorios triunfos, como el logrado en la instancia liminar ante el futuro campeón mundial Max Euwe.

En París, Grau cosechó 8 en 13 (61,5 %) producto de 6 triunfos, 4 empates y 3 derrotas, siendo el argentino que más puntos aportó a su equipo en estos Juegos.

En la primera prueba olímpica oficial, la de Londres 1927, estuvo por debajo de la media, ya que hizo 7 en 15 (46,7 %) producto de 2 triunfos, la friolera de 10 empates y 3 derrotas. Es cierto que siempre jugó en el exigente primer tablero y, en ese marco, se destacan sus empates con Tarrasch, Euwe y Grünfeld. Pierde, en cambio, con los muy fuertes Maróczy, Thomas y Réti.

En los Juegos de La Haya de 1928 mejora al sacar 9½ en 16 (59,4 %), producto de 6 triunfos, 7 empates y 3 derrotas. Pero tampoco fue la actuación esperada, si se considera que, muchas veces, se lo ubicó en tableros inferiores para lograr más puntos, cosa que no necesariamente ocurrió.

Es que comenzó sólidamente en el primer tablero obteniendo 4 puntos en las 5 primeras rondas. Pierde el invicto en la ronda siguiente, a pesar de que se lo traslada al menos exigente tercer tablero, juega dos partidas más en esa posición, empatando ambas, para regresar al primer tablero, volviendo a perder. Luego se lo ubica en el cuarto tablero, pierde inesperadamente, se lo mantiene hasta el final en ese puesto, logrando en las seis últimas partidas 3 triunfos (2 consecutivos en las postreras fechas) y 3 tablas.

En los Juegos de Varsovia de 1935, un Grau ya más experimentado vuelve a estar por debajo del promedio al obtener 8 en 19 (42,1 %), producto de 6 triunfos, 4 empates y 9 traspiés. Con esta actuación salió decimotercero entre los 20 jugadores de un apremiante primer tablero. Lo más destacado fueron sus éxitos contra el norteamericano Fine y el húngaro Steiner y la igualdad con Alekhine, pero Grau pierde con Tartakower, Grünfeld, Ståhlberg, Mikénas, Keres, Flohr, entre otros “nenes”.

En los Juegos de Estocolmo de 1937, en la más destacada performance de nuestro país en el período (quizá demostrando que el mejor Grau acompaña necesariamente a la mejor Argentina), Grau alcanza su techo olímpico, ya que hace 10½ en 15 (70 %), producto de 8 triunfos, 5 empates y apenas 2 derrotas.

Juega fundamentalmente de segundo y de tercer tablero, y queda a un paso de la medalla, ya que es cuarto entre 20 participantes (a estos efectos se lo contempló curiosamente en la tercera línea, donde, en rigor, jugó apenas 3 cotejos).

 

Imagen de Roberto Grau

Grau comienza jugando sólidamente en el segundo tablero, ganando 2 partidas y empatando otra, pero, al perder con Fine, en el juego siguiente se decide bajarlo al tercer tablero, donde gana. Regresa al segundo tablero (empata), pasa en la siguiente al tercero (otro empate y un éxito), para volver definitivamente al segundo, donde comienza perdiendo, para dar ulterior paso a una seguidilla de 2 empates y 4 triunfos. Como notas destacadas se exhibe su triunfo ante Szabó y un empate con Trifunović.

 

En Buenos Aires´39, Grau, nuevamente muy exigido en el primer tablero, tiene su peor performance olímpica personal y, con esa pobre actuación, impide que el equipo alcance el medallero general. Tres puntos en diez (30 %) luego de un único triunfo (y en el debut, momento en el que pareció agotarse el maestro), 4 empates y 5 derrotas, es la producción conseguida de local.

Los sucesivos descansos que le concedieron (que se concedió, ya que era el capitán), en los que fue reemplazado por Piazzini, no hicieron que se alterara esta pobre performance individual. Lo vencieron Mikénas (en sendas oportunidades, y curiosamente Grau en ambas jugó con blancas), Eliskases, Petrovs y Van Scheltinga.

Un empate con Capablanca sería lo único significativo que quedó en la alforja de Grau en esta competencia, y en una partida irregular en la que, en realidad, también estaba perdido al momento de acordarse la igualdad. O sea que su desempeño olímpico en Buenos Aires pudo haber sido incluso peor.

Pero, ya sabemos, que Grau estaba no sólo preocupado por lo que sucedía en el tablero sino que, en su ancha espalda, tenía en buena medida el peso de la organización de un certamen que, al menos en el plano financiero, no las tenía todas consigo.

Al respecto, el campeón mundial Alekhine, en su columna para el diario El Mundo del 17 de septiembre de 1939, recoge unas expresiones de Grau en el sentido de que: “Durante estos últimos días, sobre todo los miembros del equipo habían sido llevados por la fuerza de las circunstancias a ocuparse de cuestiones administrativas que no tenían nada que ver con el juego en sí”. Para Alekhine, dando absoluto crédito a todas estas reflexiones, la caída relativa del equipo argentino en general, al cual consideraba junto a Polonia los dos candidatos más firmes al inicio de la ronda final, se debía a esas cuestiones extra ajedrecísticas retratadas por Grau.

Y el propio presidente de la FADA Augusto De Muro comentó al respecto: “Está latente el recuerdo del campeón argentino Roberto Grau, quien visitó numerosos pueblos y recorrió varias provincias, con el propósito de llevar el estímulo de su presencia a todas partes, y esa labor ha tenido que desarrollarla en detrimento de su preparación, de su tranquilidad y de su mejor capacitación física”.

Considerando todas las competencias oficiales olímpicas, e incluyendo la oficiosa de París´24, Grau apenas superó la media, ya que, habiendo disputado 88 partidas, obtuvo 29 triunfos, registró 34 tablas y sufrió 25 derrotas (52,3 %).

Pero sería injusto hacer esta semblanza de Grau sin rescatar su multifacético aporte ya que, además de su rol de jugador y de capitán, fue quien protagonizó la decisión en Estocolmo cuando se le dio a Buenos Aires la oportunidad de ser sede del Torneo de las Naciones, fue uno de sus principales organizadores en 1939, fue cronista y difusor del ajedrez (en notas especialmente alusivas y en la clásica columna “Frente al tablero” en el diario La Nación, la que venía escribiendo desde su propio inicio, acontecido en 1922), fue fundador de la Federación Internacional de Ajedrez, delegado permanente de la FIDE en el país y de la Federación Argentina de Ajedrez, representando al país en los Congresos de París, Londres, Varsovia, Estocolmo y Buenos Aires, coincidentes, en todos los casos, con las Olimpíadas respectivas.

También fue fundador del Círculo de Ajedrez de Buenos Aires. Y, fuera de su participación olímpica, Grau fue sin dudas el más influyente jugador argentino de la primera mitad del siglo pasado, y todo ello pese a la corta duración de su vida, que se tronchó a los 44 años.

En ese corto tránsito llegó a hacerse una figura no exenta de cierto grado de popularidad, reconocible en ámbitos que excedían el específico de los trebejos, como lo refleja la siguiente propaganda difundida en contemporaneidad con el Torneo de las Naciones de Buenos Aires.

Imagen de una publicidad gráfica publicada en La Nación en 1939

Esta imagen lo hizo muy popular a Grau en ámbitos extra ajedrecíscos. Lo propio le aconteció a Guimard, quien también protagonizó esta campaña publicitaria junto al campeón argentino de por entonces.

Grau nació en la ciudad de Buenos Aires, en una casa ubicada en la calle Alsina 3187, el 18 de marzo de 1900. Su padre era catalán, su madre argentina, e integraban una familia de clase media.

Fue su padre, también un aficionado, quien lo inició en el juego de ajedrez. Era común que él se reuniese con amigos y otros miembros de la familia para jugar al ajedrez. Una vez, cuando Grau tenía diez años, se empecinó en querer participar y no lo dejaron; el futuro campeón rompió entonces a llorar. Finalmente, ante tanta insistencia se le permitió jugar y, ante la sorpresa general, les ganó a todos.

Siendo aún un colegial comenzó a frecuentar el café Los 36 Billares, de la calle Bartolomé Mitre, donde disputó su primer torneo. Se clasificó segundo entre ajedrecistas de mucha más experiencia.

A los dieciséis años era jugador de primera del Club Argentino, y a los diecisiete integró por primera vez un equipo nacional.

En el orden internacional, se consagró en 1921 como campeón sudamericano en Uruguay, título que repetiría en 1928.

En seis oportunidades resulta vencedor del campeonato argentino, la primera de ellas en 1926, repitiendo en 1927, 1928, 1934, 1935 y 1938. Había debutado en esa competencia en 1923-4, siendo segundo de Reca. En 1924 fue de nuevo segundo, pero esta vez del checoslovaco Réti, no pudiendo entonces acceder al match contra Reca para intentar arrebatarle el título argentino. Otra vez fue subcampeón en 1932, en este caso de Pléci.

También asistió a Alekhine en su encuentro en Buenos Aires contra Capablanca por la corona mundial de 1927 y, aprovechando esa relación aquilatada entre ellos, años más tarde lo convence al ruso-francés para que entrene a la selección argentina en los Juegos de 1939.

Para mejor, a Grau se le deben dos obras señeras de difusión y enseñanza del ajedrez, las cuales fueron materia de estudio de muchísimos jugadores de ajedrez argentinos y de otras partes, al calor de varias generaciones. La referencia es, claro está, para Cartilla de ajedrez, que sirvió para que muchos aficionados se iniciaran en el juego, y los cuatro extraordinarios tomos del Tratado general de ajedrez, que incluso han sido traducidos a numerosos idiomas.

El Tratado es, en su especialidad, uno de los más prestigiosos, de uso en escuelas y clubes de ajedrez, especialmente en todo el mundo de habla hispana. Es una obra ya clásica para el aprendizaje de esta disciplina por sus virtudes didácticas y su lenguaje claro y conciso. Se compone de cuatro tomos: Tomo 1. Rudimentos; Tomo 2. Estrategia; Tomo 3. Conformación de peones, y Tomo 4. Estrategia superior. El primero de ellos fue publicado en octubre de 1930. Luego se editaron los restantes y, a lo largo de los años, tuvo múltiples reediciones. Baste decir que, en una de las últimas, realizada en España en el año 2000, al presentarla el gran maestro de ese país Miguel Illescas dijo: “Hay que añadir que nos encontramos ante una obra que resulta interesante no sólo para los principiantes sino incluso para los ajedrecistas más avanzados ya que nos permite comprobar la evolución de la teoría del ajedrez, profundizar en el juego de los clásicos y en general ampliar nuestro conocimiento sobre la historia reciente de nuestro juego. En definitiva, si aceptamos que jugar, disfrutar y aprender son las motivaciones básicas de todo ajedrecista, concluiremos que esta obra ayudará a los aficionados de cualquier nivel a conseguir esto último, aprender. Y de ese modo, comprendiendo mejor los secretos del ajedrez, jugarán mejor y disfrutarán más”.

Como periodista, además de sus imperdibles crónicas en La Nación, Grau fue director, durante muchos años, junto a Luis Palau, de la revista mensual El Ajedrez Americano, que se comienza a editar en 1934. También participó de la revista El Ajedrez Argentino.

Su colega y amigo Rivarola, con quien compartió el equipo de 1927, traza la siguiente semblanza del maestro: “Grau fue un verdadero autodidacta; solamente tenía estudios primarios, pero poseía una notable capacidad para escribir sobre cualquier tema, y para enseñar. Se aprendía mucho en ajedrez por el solo hecho de conversar con él. Sus conocimientos los adquirió estudiando partidas de los grandes jugadores, y por su propia experiencia”.

El periodista Félix Daniel Frascara reproduce en un artículo de El Gráfico del 31 de agosto de 1935 la definición antropomórfica y psicológica que Castell Méndez hizo sobre la personalidad de Grau: “…tiene la enorme simpatía de casi todos los gordos”. Más adelante, Frascara continúa con su propia semblanza: “…afable, simpático, conversador, ameno. Se gana la amistad de quien quiere. Vamos, en una palabra, se las sabe todas”.

En sintonía con esto, su amigo y ex compañero de equipo Carlos Guimard, aludiendo a sus tiempos de capitán del equipo argentino, lo definió como: “…ese inolvidable titán simpático y dicharachero, que reducía a cero cualquier complicación”.

Era también, ostensiblemente, nacionalista y patriota. El artículo de Frascara reproduce un comentario de Grau sobre su participación en el Magistral de San Remo de 1930.[1] Recuerda Grau que, en cada mesa donde jugaba –como sucede también en nuestros días–, a cada jugador le ponían un pequeño mástil con la bandera de su país: “Yo tenía a mi lado la bandera argentina. Y en voz baja, yo le hablaba a ella. Era la única que podía entenderme”.

Roberto Grau falleció tempranamente, un 12 de abril de 1944. Sus restos fueron depositados en el panteón del Círculo de Prensa, en el Cementerio de la Chacarita.

Algunas de sus frases predilectas fueron: “El juego de ajedrez es mucho más rico en posibilidades de lo que generalmente creen los jugadores”. “Jugar ajedrez no es mover las piezas de la misma manera que pintar, no es tomar los pinceles y manchar una tela. Jugar ajedrez es poner en marcha el cerebro en una actividad que recrea pero que obliga a un proceso mental armónico y lógico. Que más que un juego, el ajedrez es un monumento de lógica y de raciocinio”. “El ajedrez es, no sólo un juego de la inteligencia, sino un ejercicio de la inteligencia”. “Hay que ayudar al azar, para que éste se acuerde de nosotros”.

A guisa de broche final del perfil de Grau, quien estaba dotado evidentemente de una fina sensibilidad para comprender lo que estaba sucediendo en su era, repasemos unas palabras publicadas en la revista Leoplán[2] en 1943, cargadas de hondo dramatismo, que ponen a la luz cómo el ajedrez mismo iba a ser devastado por la guerra que se estaba desarrollando en Europa.

Dijo el maestro: “Entretanto, el holandés Euwe languidece por las persecuciones y el aislamiento en Holanda, firme en su propósito de no compartir el deporte del Reich mientras su patria esté invadida, y no hace mucho el cable nos transmitía la amarga noticia de que en Suecia el extraordinario jugador austríaco Rodolfo Spielman pagaba la absurda culpa de ser judío, muriendo falto de recursos en Estocolmo siguiendo la ruta de aquel otro gran talento del ajedrez austríaco, Carl Schlechter que en la contienda anterior (1914-1918) moría de hambre porque ni era apto para luchar por la patria, por sus años, ni tampoco sabía luchar por la vida. Ni siquiera pedir nada a nadie. Al término de la guerra habrá que pasar lista. Observaremos que en plena contienda desapareció, casi inadvertidamente, aquel otro eminente perseguido que durante 27 años fue campeón del mundo, el doctor Emmanuel Lasker; que tras él un año más tarde, el incomparable Capablanca seguía su misma ruta; que más tarde el doctor Karel Treybal era fusilado en Checoslovaquia por el delito de ser patriota; que en un campo de concentración nazi fallecía poco antes el notable ajedrecista polaco y compositor de problemas, Pzépiorka, y que ahora Spielmann sigue la marcha de los que pasan a ser historia y recuerdo. Pero todos ellos sobreviven a su existencia física por medio de sus obras y de sus creaciones, que servirán para deleitar a muchas generaciones de ajedrecistas”.

El final de Grau, a sus tempranos 44 años, fue contradictoriamente tan inesperado (por lo prematuro) como previsible, si nos atenemos a una lamentable profecía que una vidente le había hecho en París en el marco de los Juegos de 1924.  Ante el equipo argentino, esa pitonisa le anuncia a Grau, algo temerariamente: “Usted va a morir en veinte años de un derrame cerebral.”. Y la hija del maestro (Gloria Grau) corroboraría ese lamentable presagio que fue hecho cuando: “Corría el año 1924, y mi padre falleció de esa manera en 1944”.

Con todo, y aún a sabiendas de que siempre se pueden sostener otras hipótesis sobre lo efectivamente ocurrido, lo cierto es que se trató de una muerte súbita y que, en cualquier caso, esa precoz desaparición privó al ajedrez argentino de la posibilidad de que Grau siguiera contribuyendo a su grandeza.

Los ajedrecistas de todas las generaciones le estaremos reconocidos a este excelso pionero de nuestro juego-ciencia tan amado, quien nos dejó un legado que es y será imperecedero.

Martínez Estrada haría el siguiente ajustado cuadro de la personalidad de Grau: “Roberto Grau se distinguía sobre todo por dotes innatas para la combinación en el medio juego, la claridad mental con que planteaba las aperturas y remataba los finales. Poco caso hacía de los libros y nunca se sabía si los grandes maestros le importaban mucho. Se hubiera dicho que era capaz de inventar él el ajedrez de no haber llegado ya a su grado culminante. Delgado, vivaz y de un carácter jovial, puede decirse que cautivó al Círculo con su entusiasmo de adolescente genial. Más tarde agregó a sus dotes naturales la sabiduría del analista, y entonces apareció el segundo Grau, el actual, semejante a un filólogo agobiado de libros y de autoridades. Erudito, técnico, aplicando sus conocimientos tanto como su talento, surgió de sí mismo como el hombre maduro del muchacho, distinto a como todos esperaban. Se le recuerda en sus bellos días de inquietud diabólica, al que sólo retenía como subyugado por una fuerza superior a la suya, alguna posición compleja que le exigía dos torturas juntas: estar serio y estar quieto”.

Para Chessmetrics Grau ocupaba el puesto número 39 en el mundo en 1939 (los primeros eran Botvinnik, Fine, Alekhine, Reshevsky y Fine), con 2.580 puntos. Ésa fue su mejor posición a lo largo de su carrera. Pero, curiosamente, a pesar de ello no era el mejor argentino de entonces, ya que, en esa nómina, aparece Guimard en el puesto número 15. Con todo a Grau se lo considera, y con justa razón, el padre del ajedrez argentino.


Pueden ver sus partidas ingresando al siguiente link


[1] Con toda seguridad fue el torneo individual más importante que jugó en su vida Grau. Se disputó en esa ciudad italiana de enero a febrero de 1930. Ganó Alekhine (¡14 en 15!) delante de Nimzovitsch, Rubinstein, Bogoljubow, Yates y una lista de jugadores consagrados. Grau quedó penúltimo con 3½ en 15 (le gana a Tartakower y rescata tablas con Ahues, Vidmar, Araiza Muñoz y los locales Monicelli y Romi).  Grau fue invitado a último momento, ya que desistieron otros jugadores en hacerlo (entre ellos Capablanca, Grünfeld y Matisons). En esa oportunidad Alekhine concreta la mejor actuación de su carrera personal, ya que alcanza una performance de 2.865 puntos ELO.

[2] Revista de Editorial Sopena Argentina que se editó entre 1935 y 1965 donde se planteaba la posibilidad de que los lectores tengan un plan de lectura recomendado por escritores y periodistas. En ella se incluyó, en vida de Grau, una columna de ajedrez denominada “Entre las torres”.

 

Roberto Grau: el padre del ajedrez argentino
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