Borges y un niño

Por Sergio Ernesto Negri [1]

Estamos en los inicios de la década del 70. Un niño, acompañado por sus padres, se apresta a ir al Club Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires para recibir el primer trofeo de su vida al haberse clasificado subcampeón del Torneo Escolar de Ajedrez de la capital argentina.

Se aprecia un club, no exento de esplendor, con instalaciones fabulosas en el marco de una zona parquizada, que había sido creado en 1920, es decir, en una época pujante del país.

Retrotrayéndonos a esos otros años, podría decirse que, al menos en lo que al juego de mesa por excelencia se refiere, se dará la creación de la Federación Argentina de Ajedrez, la que incluso resultó anterior a la Federación Internacional de la especialidad, la que habrá de ser  fundada en París, con presencia argentina, recién en 1924.

Ese fue un decenio en el que surgirán las que, al cabo de todo, serán denominadas Olimpíadas de Ajedrez, a las que se bautizó inicialmente con el nombre de Torneo de las Naciones viéndose, en sus primeras ediciones, la oficiosa que tuvo lugar en la capital francesa en ese año fundacional, y la oficial de Londres, que se hizo en 1927, tendrá una única presencia no europea, la de una decididamente orgullosa Argentina.

El país del sur evidentemente quería y podía ser mirado con ojos de asombro por su pujanza y prosperidad. Las noticias que recibían las potencias de la época, desde esos confines tan distantes, generalmente estaban asociadas al progreso en el marco de relaciones comerciales y culturales con las naciones que se mostraban por entonces más dinámicas en el concierto internacional.

En ese contexto la Argentina, asumiendo el rol que se le asignara en el modelo de división del trabajo global y evidenciando un cierto alineamiento acrítico con las potencias de la época, en particular con el Imperio Británico, se mostraba con aspiraciones geopolíticas que excedían su evidente primacía en la porción del  continente que le corresponde en el contexto de su rica geografía.

La economía crecía en forma apreciable y, aún más contundentemente, podían exhibirse los esfuerzos que habían permitido desterrar el analfabetismo de sus tierras, siendo el primer país del mundo que alcanzó ese virtuoso objetivo y otros logros que abarcaban diversos planos, desde el temprano uso del agua corriente, la creación del Teatro Colón y una interesante extensión de las vías de transporte por ferrocarril, creando un embudo por el cual todo confluía a un puerto que era desde donde ingresaban mercancías, personas y elementos de la cultura foráneas, y por donde salían los productos naturales de su suelo ubérrimo generando las divisas producto de la actividad exportadora.

En esas condiciones, no habrá de extrañar que se reciba a miles de inmigrantes que buscaban en su seno un horizonte de trabajo y de prosperidad que se les había cerrado en una Europa natal que venía de una Primera Guerra Mundial muy cruenta, una tierra que se aprestaba, aún sin saberlo, a reeditar los horrores colectivos.

En el plano político-institucional, si bien la democracia local era del todo imperfecta, desde 1916 se había ungido en el poder una primera experiencia presidencial producto de elecciones libres y limpias, dejando atrás los comicios amañados del pasado en que rigieron visiones conservadoras aunque, también hay que decirlo, faltaba bastante para que las mujeres pudieran votar y para que las clases más rezagadas se sintieran un poco mejor identificadas con su clase gobernante.

Con una economía que ofrecía más luces que sombras, con una crisis, la del 30, que todavía no había golpeado las puertas del mundo y las de la propia comarca, en donde ese año sería el del ominoso corte de la institucionalidad, el clima en los 20 era en todo caso esperanzador pese, desde luego, a las claras asignaturas pendientes en materia de equidad social y regional, con una  Buenos Aires que, por momentos, daba la impresión de querérselo llevar todo.

En esos años, además de fundarse el Club Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, la capital argentina podía darse el gusto de organizar en casa un acontecimiento ajedrecístico histórico ya que, en 1927, se disputará allí el título mundial de ajedrez en el que se verificó el enfrentamiento entre el cubano José Raúl Capablanca y el desafiante ruso-francés Alexandre Alekhine quien, algo sorpresivamente, se alzaría con la corona.

Ahora, habiendo transcurrido medio siglo desde aquellos otros años, estando en el primer peldaño de la década del 70, cuando ese niño se apresta a recibir el reconocimiento por su participación en el torneo escolar, ya el país no podía estar demasiado complacido por los resultados de su zigzagueante evolución política, económica y social.

Prototípicamente, en ese mismo momento estaba en el poder, en un hecho de por sí lamentable, otro gobierno militar, uno más,  desde que en 1930 se iniciaran los procesos de interrupción al orden constitucional, esos que marcaron a fuego al país.

Las acciones de facto, apuntaladas en cada oportunidad por ciudadanos que se sentían desplazados o que pretendían recuperar algunos de sus privilegios, dominaron desde ese momento la escena, en acto o latencia, siendo uno de los motivos centrales de la generación de un largo deterioro institucional que marcaría la decadencia relativa de un país que, hasta ayer nomás, parecía tenerlas todas consigo.

La falta de articulación de elementales consensos hicieron que no se pudiera, nunca, generar un proyecto nacional de largo plazo que resultara viable, por lo que se abandonó la senda del continuo progreso que había marcado, aún en sus claroscuros, la generación del 80 del siglo XIX, para desazón de ciudadanos de una nación que eran regular y crecientemente privados de sus derechos elementales, desperdiciando el talento y dejando la nostalgia por anteriores estándares educativos ejemplares.

En esas condiciones, se seguía confiando, casi como en una letanía, en que la explotación de una riqueza natural idiosincrásica, que siempre ha sido tan pródiga como inhibidora de la articulación de proyectos de largo alcance más profundos y sustentables en el largo plazo, con lo que la Nación del sur ya no era mirada con tanto respeto, como otrora, sino que ahora imperaba la preocupación, cuando no la decepción. Y todo ello sin advertir que, lamentablemente, y en esa misma década del 70, lo peor estaba aún por venir…

Con todo, y aún en vigencia de un contexto por momentos desalentador, aprovechando la vigencia de experiencias que aún seguían latiendo, el ajedrez seguía contando con el beneplácito social, quedando consiguientemente preservado de climas más ominosos y hasta permitiéndose logros de gran valía.

De hecho, seguía plenamente vigente una generación de notables jugadores, esos encabezados por Miguel Najdorf y Oscar Panno, cuyos integrantes habían dado desde los años 50 tres vice-campeonatos olímpicos y dos medallas de bronce colectivas, entre otras realizaciones impensadas desde perspectivas ubicadas en tiempos posteriores.

Los nuestros, dominaban claramente el panorama continental, con la excepción de lo que sucedía en los EEUU y con una Cuba que venía emergiendo para querer empardar, pero aún no superar, el predominio regional argentino. Por su parte, si bien los grandes éxitos de Najdorf en la arena internacional eran más bien parte del pasado (aunque en 1970 fue parte de Resto del Mundo en su confrontación con la URSS dándose el lujo de igualar su match con el excampeón del mundo Mijaíl Tal), en las competencias en otros lares había habitual presencia local, en particular viéndose a Panno brillar en los torneos de Palma de Mallorca.

En el país, acababa de culminar en el mes de octubre de 1971 el match semifinal rumbo a la corona ecuménica entre la estrella norteamericana Robert Bobby Fischer y el soviético excampeón del mundo Tigrán Petrosián, de origen armenio, el cual se desarrolló en la Sala Martín Coronado del Teatro Gral. San Martín de Buenos Aires.

Por su parte, el legendario Julio Bolbochán seguía deleitando a los lectores del diario La Nación con su mítica columna Frente al Tablero y la revista Ajedrez de la Editorial Sopena Argentina se podía comprar en la mayoría de los kioscos de la ciudad, entre otras acciones de difusión de un juego que permeaba claramente en la sociedad.

Asimismo los clubes, los específicos, comenzando por el legendario Club Argentino, y siguiendo por tantos otros, entre ellos el histórico Jaque Mate, bullían con un ajedrez que también se practicaba en las salas de tantas entidades de fútbol y en otras asociaciones deportivas, culturales y sociales. Por ejemplo, en el V Campeonato por Equipos disputado en la capital argentina en ese mismo año de 1971, la tabla de posiciones tuvo el siguiente orden: Club Argentino de Ajedrez; Círculo de Ajedrez Vélez Sarsfield; Boca Juniors, San Lorenzo de Almagro; San Telmo; Jaque Mate; Stentor; River Plate y, cerrando las posiciones, Ferro Carril Oeste. Por entonces se estaba gestando el alumbramiento de otro club que será muy importante en años venideros, el Círculo de Torre Blanca, ese que habrá de ser fundado en marzo de 1972 el que arrojará fuertes aires de renovación.

No habría que dejar de reconocer la dimensión federal, con lugares en donde se practicaba el ajedrez con bastante fortaleza, como  en Córdoba, La Plata, Rosario, Santa Fe, Mar del Plata (en 1971 se hizo la cuarta edición de un Torneo Abierto que se constituyó en todo un clásico y, además, se hizo un Magistral en el que se impuso el soviético Lev Polugaevsky), San Miguel de Tucumán y en cada ciudad relevante de la mayoría de las provincias argentinas, incluidas las localidades del  conurbano bonaerense en donde ya adquiría protagonismo, entre otros, el Círculo Villa Martelli. Fischer, tras su triunfo ante Petrosián, contratado por el Ministerio de Bienestar Social de la Nación, emprenderá una gira brindando sesiones de partidas simultáneas, abarcando las siguientes localidades: Rosario; Paraná, San Miguel de Tucumán; Ciudad de Buenos Aires; Resistencia; Corrientes; Salta; Jujuy; Córdoba; San Juan; Mendoza; Neuquén; General Roca; Bahía Blanca; Balcarce; Mar del Plata y La Plata.

Por su parte, sobre fin del año se habrá de consagrar campeón nacional Jorge Rubinetti, en un torneo que habrá de jugarse por primera vez bajo la modalidad del “sistema suizo” (por lo que tuvo 24 participantes). La santafesina Aída Karguer será la campeona entre las mujeres, lográndolo por cuarta y última vez en su carrera. En 1971 se produjo asimismo el recambio en la Presidencia de la Federación Argentina de Ajedrez, dejando el máximo sitial el extraordinario GM Carlos Guimard, quien fue sucedido en la poltrona por Gaspar Soria.

Otra novedad importante es que este año se pone en práctica el sistema de medición ajedrecística denominado ELO, el que fue aprobado por la Federación Internacional, pudiéndose observar en la primera lista, que corresponde al mes de julio, que en las 10 primeras posiciones se ubican Robert Fischer; Boris Spasky; Viktor Korchnói; Bent Larsen; el ex campeón del mundo Tigrán Petrosián; Lev Polugayevsky; el primer campeón del mundo de la posguerra Mijaíl Botvínnik; Lajos Portisch; y los también extitulares del orbe Vasili Smyslov y Mijaíl Tal. En cuanto a los argentinos, el respectivo listín marcaba el siguiente ordenamiento: Oscar Panno; Miguel Najdorf; Raúl Sanguineti; Miguel Quinteros; Héctor Rossetto; Samuel Schweber; Erich Eliskases; Herman Pilnik; Jorge Rubinetti y Raimundo García.

En este contexto histórico estamos, entonces, en un clima que podría ser entendido como virtuoso para el ajedrez, en presencia de un fenómeno social que llegó a denominarse de “Fischer manía”, al verse al coloso soviético colectivo interpelado por una figura norteamericana, en plena Guerra Fría, una personalidad solitaria que, para más datos, podía ser  tan excelsa en el juego como excéntrica en sus comportamientos interpersonales, lo que no dejaba de generar conflictos y de convertirse en objeto de todas las miradas.

Estando consiguientemente el ajedrez en boca de todos, aún de quienes no eran aficionados al pasatiempo, sería posible descubrir que, en las librerías y jugueterías de todo el mundo, también en la Argentina, se vendieran, como probablemente nunca antes había sucedido, innumerables juegos y libros didácticos de ajedrez.

En nuestro caso se reeditaba un sentimiento popular asociado a la magia del milenario juego, como sucedió antes en contadas ocasiones, por caso cuando el campeón del mundo Emanuel Lasker visitó el país durante los fastos del Centenario, o como cuando se verificó el match entre Capablanca y Alekhine o aquella vez en que, en 1939 Buenos Aires albergó a la comunidad ajedrecística internacional al ser sede del Torneo de las Naciones.

Siendo el ajedrez un juego practicado en forma social por tantas personas, en este clima tan particularmente favorable, es que resultó del todo comprensible que, en este año de 1971, se organice un torneo escolar el que, sobre fines de año, se dispone a entregar los premios a quienes habían sido finalistas de la magna prueba.

Si bien todavía no se contaba con auspicios privados (una empresa láctea, La Vascongada S.A., patrocinará el segundo encuentro, ese que se desarrollará a partir del 12 de agosto de 1972, conforme la Resolución N°  1056/72 del Ministerio de Cultura y Educación), desde las áreas oficiales se organizó, bajo su exclusivo financiamiento, una competencia destinada a los alumnos y las alumnas de todas las escuelas primarias, públicas o privadas, establecidas en jurisdicción de la Capital Federal, dependientes del Consejo Nacional de Educación, la Superintendencia Nacional de la Enseñanza Privada y la Administración Nacional de Educación Media y Superior, quienes en un número de aproximadamente 20.000 se sumarán a la convocatoria.

Para ello el Ministerio dictó la Resolución N° 2556/71 y, al cabo de todo, siendo exactamente el 11 de noviembre de 1971, trasladándonos a ese instante preciso en la línea del tiempo, podemos decir que hoy estamos por apreciar la realización del respectivo acto de premiación y, por ende, determinado la clausura de una competencia que se había mostrado como sumamente exitosa, en la que salió segundo un niño integrante de una familia de trabajadores, que tenía como modelo el de los inmigrantes que pretendían que su hijo alguna vez fuera profesional, quien cursaba el 7° grado de la Escuela Primaria “José Federico Moreno” en el barrio porteño de San Cristóbal.

Ese niño, uno que inevitablemente devendrá en adulto, tenía ya al ajedrez como su entretenimiento predilecto, antes de la “Fischer manía”, al que había elegido tiempo atrás al observarlo como elemento argumental de una serie televisiva policial norteamericana de los 60, una que en su país se llamara Ajedrez Fatal, y no Jaque Mate como hubiera sido más correcto siguiendo el nombre original (Checkmate, en inglés), lo que motivó que le regalasen el juego. Su padre, y la amiga de una tía que residía en el Uruguay, con quien se veía con cierta frecuencia, le enseñarán las primeras movidas.

Ese niño, paso a paso, tras inscribirse en la escuela pública en la que estudiaba, esa que dirigía el hijo de la extraordinaria poeta Alfonsina Storni, habrá de superar cada una de las etapas clasificatorias rumbo a la final, camino en el que no dejaría de presentársele algún que otro episodio inesperado, el que aún hoy nítidamente recuerda, como cuando perdió una partida con ventaja material abrumadora al descuidar en el ataque la primera línea, habiendo recibido el mate de una solitaria torre frente a un rey propio que no había tenido el recaudo de darse una casilla de escapatoria. Ese día, evidentemente se había olvidado de las enseñanzas que partían del propio título de su inspiradora Ajedrez Fatal.

Al cabo de todo, habrá de acceder al turno final, donde sólo perderá un juego con quien, a la sazón, resultará vencedor de la prueba, alcanzando de todos modos el muy meritorio subcampeonato, para sorpresa propia, orgullo de sus padres, y una incomprensible indiferencia de los maestros y compañeros de un séptimo grado con ligazones tal vez menos fortalecidas ante la inminente separación de quienes hoy eran compañeros pero mañana serían sólo extraños.

En esa etapa se vieron a 45 niños y a una única niña,  Alejandra Tadei quien, tan sólo cuatro años más tarde se consagrará subcampeona femenina absoluta para, un año después, ser parte de la representación olímpica del país en Haifa, Israel, cuando las mujeres argentinas debuten en esa clase de competencias.

En la entidad anfitriona, donde hoy se está verificando el acto de cierre, se desenvolvió esa fase postrera de una competencia que había sido dirigida por Norberto Ivaldi, la que se había impulsado por iniciativa del profesor nacido en Paraná, César Corte, ambos entusiastas dirigentes del medio ajedrecístico local y, en el segundo caso, un también reconocido ajedrecista finalista de campeonatos argentinos superiores en forma reiterada entre los años 1932 y 1956.

Tras una masiva sesión de simultáneas, ante más de 1.200 niños (nunca el autor de estas líneas supo las razones por las cuales quedó excluido de esa exhibición), dadas por 20 respetables maestros argentinos, entre los que se hallaban Alberto Foguelman, Carlos Eleodoro Juárez y Raúl Cruz, quienes alguna vez habían representado al país en Olimpíadas, todo estaba presto para la respectiva y ansiada ceremonia de premiación.

El campeón había sido Antonio Pedro Ruiz, un alumno de 11 años del 6° grado de la Escuela Primaria “Provincia de Jujuy”, sito en el barrio de Almagro, ubicada en la misma manzana del domicilio al que se mudaría pocos años después quien en ese torneo ocupó el segundo lugar.

Ruiz, además de recibir la copa más grande de todas, habría de ser obsequiado con uno de los tomos del clásico libro didáctico en ajedrez, el Tratado General de Ajedrez de Roberto Grau, el cual había sido firmado por varias figuras, entre las que se destacaba un jugador que sería poco después campeón del mundo, consagrándose en leyenda: el ya mencionado Bobby Fischer.

En el caso de quien resultara escolta, aquel tímido niño al que se viene haciendo alusión previamente con cierta reiteración, habrá de ser obsequiado con otro ejemplar de ese icónico texto formativo aunque, en este caso, tendría como rúbrica principal la del armenio Petrosián.

Es que ambos habían sido protagonistas del referido match por las semifinales en busca de la corona mundial, la que por entonces ostentaba otro representante de la URSS, Spasky, quien habrá de ser derrotado por el estadounidense al año siguiente, para conmoción de la afición ajedrecística universal, al comprobarse la caída del coloso que había sido líder indiscutido desde que finalizara la Segunda Guerra Mundial.

Estaba visto que Buenos Aires, como tantas otras veces, en particular con el recuerdo de aquél Torneo de las Naciones de 1939, y con otra Olimpíada, la de 1978, que se dará en el contexto de una sangrienta dictadura militar poco después, evidenciaba que el ajedrez no le era indiferente, por lo que sería sede de competencias de fuste que se realizaban periódicamente en su territorio.

Podría creerse que el torneo escolar, ese que tenía altas  pretensiones didácticas y recreativas, y que podía convertirse en un semillero deportivo, era susceptible de ser adscripto a ese enamoramiento constante con el milenario juego del país y, especialmente, de su ciudad capital.

En esa jornada de primavera del año 1971, a la que quizás por efecto de una memoria selectivamente edulcorada producto de la nostalgia se la recuerda de cielo diáfano, todos los asistentes a la ceremonia de premiación fueron testigos de un hecho que, en particular para los alumnos-ajedrecistas, nunca habrán de olvidar.

Si ya el acto tenía su particular cariz por cierta sensación de relevancia acentuada por una solemnidad que resulta en esos casos prototípica, todo tendrá una mayor trascendencia cuando se repare que, entre quienes hicieron uso de la palabra ese día, se pudo advertir a una figura que sólo en una primera mirada podía resultar algo exótica desde la perspectiva de la actividad.

Quien lo hacía, no era un jugador destacado, ni familiar, ni dirigente deportivo, ni docente, ni tampoco era funcionario. Se trataba de un escritor quien había ya ofrecido sus magníficos sonetos, llamados Ajedrez, los que habían aparecido en 1960 en un libro titulado muy sugestivamente El Hacedor.

Ese fue el punto culminante, y más memorable, de toda la jornada, cuando un tímido expositor, de nombre Jorge Luis Borges, habló del juego.

Si bien su figura era largamente prestigiosa y reconocida, no sólo en el país sino también en el exterior, podía ser alguien del todo ignoto para alumnos que sólo sabían de tareas escolares y, a lo sumo, de escaques y trebejos. Corte, al presentar al expositor, muy juiciosamente diría que estábamos en presencia de alguien que “de puro argentino, es universal”.  

Borges, con su clásico talento discursivo, un don no menos relevante además de sus aptitudes para la escritura, se refirió en la charla a los mentados sonetos, por lo que estableció la asociación del juego con la idea de infinitud (una de sus obsesiones argumentales).

También se ocupó de cuestiones etimológicas, particularmente del origen de la expresión “jaque mate” y  se refirió al complejo y algo descomunal ajedrez del líder turco-mongol Tamerlán. En definitiva, caracterizó al pasatiempo como una de las “aventuras mentales” que resultaba “afín de la magia, ese mundo artificial creado por el hombre”.

En esa misma oportunidad Borges, aludiendo a su ceguera, confesó su pesar al no poder releer a Ezequiel Martínez Estrada, fallecido unos años atrás. Este intelectual fue un apasionado por el ajedrez (¡llegó a ser Vocal Bibliotecario en tiempos pioneros de la FADA!), pero cuyas reflexiones más profundas sobre el juego no habían salido integralmente a la luz, lo que acontecerá recién cuando la Biblioteca Nacional, en años muy posteriores, publique su Filosofía del ajedrez.

Sobre este punto el conferencista ese día no comentó algo que había tenido a ambos antes de protagonistas, lo que resultó beatíficamente providencial. Martínez de Estrada, tiempo atrás, había arrojado al fuego los manuscritos de su autoría sobre el juego, siendo el propio Borges quien evitó que se incineraran esas páginas las cuales, una vez conocidas, tanto tiempo después, resultarán tan cautivantes como profundas.

Lo que Borges en cambio narró, fue la historia de un ignoto ajedrecista de las pampas el cual, jugando una partida contra un gringo, tras la cuarta jugada, con un solo movimiento de su mano, contrariado algo prematuramente por la evolución de los acontecimientos, “barrió” con todas las piezas de su adversario. Este,  sorprendido por el gesto, inquiere sobre los motivos del proceder, a lo que el paisano, en la memoria de Borges, habrá de responder, tan escueta cuan misteriosamente: “Es el entrevero”.

En este relato creemos advertir ecos de la Milonga de Jacinto Chiclana, esa que Borges escribió en 1965 y que quedaría inmortalizada con la música de Astor Piazzolla, la que comienza diciendo: “Me acuerdo, fue en Balvanera / en una noche lejana, / que alguien dejó caer el nombre / de un tal Jacinto Chiclana. / Algo se dijo también / de una esquina y de un cuchillo. / Los años no dejan ver / el entrevero y el brillo”.

Un Borges en plenitud, pues, cautivando a su audiencia con sus historias y con su saber. Un Borges en plenitud, pues, que discurría de tema en tema, yendo del ajedrez al “entrevero”. Un Borges en plenitud, pues, combinando lo profundo y lo coloquial. Un Borges en plenitud, pues, entregando retazos de metafísica y de poesía gauchesca. Un Borges en plenitud, pues, aportando la perspectiva de los hombres y la de los Dioses.

A esa audiencia asombrada y conmovida por lo que escuchaba, la que estaba integrada también por unos niños que más allá de la comprensión literal en algún punto recibían el preciado legado de sus palabras, le dejó como mensaje final la idea de que el ajedrez era una suerte de bálsamo que permitía “olvidarse del propio Yo, con sus pocas felicidades, pero con tantas desventuras”.

Dentro de esa audiencia estaba, como sabemos, un niño, ubicado entre tantos otros. Un niño que, ya fue dicho, fue subcampeón del torneo (lo que no deja de ser una cuestión circunstancial). Un niño que, alentado por ese suceso, iniciaba su tránsito a nivel de competencias más desafiantes dentro del mundo del ajedrez. Un niño que descubría a un señor, a quien veía como un anciano venerable, que le decía cosas que le resultaban en apariencia inalcanzables, pero que despertaban con todo su curiosidad.

Seguramente, por una lejana intuición, que le sugería a ese niño que estaba en presencia de un personaje a quien de algún modo debía tratar de inmortalizar en el vínculo, al cabo de la exposición se le acercó para pedirle, sin siquiera percatarse de sus notorias dificultades visuales, que en ese libro recibido estampara su firma, una que como es comprensible fue delineada no sin dificultad y con trazos más temblorosos que los de su propia voz.

Imagen del libro de Roberto Grau firmado por Tigran Petrosián, Miguel Najdorf, Lothar Schmid (árbitro del encuentro que enfrentó al soviético con Fischer) y Edmund Edmonson (Presidente de la Federación Norteamericana de Ajedrez). En ese ejemplar Borges estampó su firma a requerimiento de un niño…

Ese niño, desde ese momento y por siempre, conservará en su poder, como uno de sus objetos personales más preciados, ese libro emblemático del ajedrez argentino en el que, además de las  correspondientes a un excampeón mundial (Petrosián) y al mejor jugador argentino de la historia (Najdorf), tendrá la rúbrica del máximo escritor argentino a quien, con el tiempo, por su obra y vida, aprenderá a conocer  y admirar.

Es que ese niño, devenido en adulto, procurará recorrer, desde el intelecto y el corazón, el trabajo literario, en particular en su contribución vinculada al juego, de una personalidad que, terminará por descubrir, había sabido crear, en su calidad de Hacedor, un universo con el ajedrez. Un escritor que, para más datos, integra el panteón de los máximos literatos que ha sabido dar vez alguna la Humanidad.

Influido por aquel recuerdo pionero, ese niño, en un primer intento literario propio, cuando en la escuela secundaria deba presentar una investigación, no dudaría en apelar a la mención de El Aleph, relato de Borges que le sirvió en esas circunstancias de epígrafe, parábola y amparo.

Ese niño, avanzados los años, será ajedrecista, aunque se retirará tempranamente de las competencias, y tratará siempre de convertirse en un buen lector.

Más tarde, con el correr de los años, ese niño devenido en adulto, se dedicará a investigar sobre el vínculo del ajedrez con la historia y la cultura y, en ese sentido, habrá de comenzar a escribir libros y artículos sobre las cuestiones que terminaron por convertirse en objeto de sus preocupaciones intelectuales.

En ese contexto ese niño, devenido en adulto, tendrá como un punto muy alto de su vida, haber tenido el honor de ser invitado para hablar de la relación de Borges con el ajedrez en la Fundación Internacional que lleva su nombre, en oportunidad de celebrarse un nuevo aniversario del nacimiento del escritor.

Ese niño, devenido en adulto, cuando desde el diario Página 12  le propongan que elija un tema vinculado a la relación del ajedrez con la cultura, no dudará en pensar abordar la personalidad de Borges a quien ubicó como demiurgo de un universo conformado por el juego.

Ese niño, devenido en adulto, regresando de alguna manera a sus orígenes siguiendo el mandato implícito recibido en aquel acto escolar de 1971, es el mismo que ahora se anima a encarar un libro en el que más integralmente se conjugan, en un mismo espacio narrativo, a Borges y al ajedrez.

Imagen de un niño (algo crecido) al exponer en la Fundación Internacional Jorge Luis Borges en el mes de agosto de 2016 en panel compartido con María Kodama (en el extremo izquierdo) y, entre otros, el politólogo Rosendo Fraga (a la derecha del circunstancial expositor)

Ese niño, devenido en adulto, sostendrá que Borges, a la par de sus espejos y laberintos, en su búsqueda permanente vinculada al infinito y a la eternidad, ubicó también al ajedrez como uno de los objetos más emblemáticos de su iconografía literaria.

Ese niño, devenido en adulto, apreciará asimismo que, en Borges, el juego es un muy plausible arquetipo a la hora de referirse al fenómeno de la dualidad.

Ese niño, devenido en adulto, comprobará que el ajedrez es para Borges un paradigma al que puede remitirse el género literario de los relatos policiales como un todo a punto tal que el razonamiento ajedrecístico puede guardar un notorio paralelismo con el empleado a la hora de esclarecer los crímenes de las narraciones detectivescas.

Ese niño, devenido en adulto, revisará puntualmente, algo obsesivamente quizás, como si de una suerte específico Aleph se tratara, las menciones al ajedrez que se registran en toda la obra literaria de Borges, extendiendo la búsqueda a algunas de sus conversaciones, disertaciones y entrevistas.

Ese niño, devenido en adulto, se conmoverá una y mil veces a la hora de escuchar al propio Borges recitar los sonetos Ajedrez, esos que fueron expresados con su temblorosa y algo dubitativa voz.

Esos sonetos adquieren, desde una perspectiva formal, una música especial. Sus versos, en particular en su tramo final,  apelan a la trascendencia, a los orígenes de todo y a los misterios últimos, no sólo los concernientes al ajedrez.

Creemos que no hay ajedrecista, no hay persona alguna que, al conocerlos, al advertir su belleza poética y los alcances de su contenido metafísico, no dejará de conmoverse. Es más, nos atrevemos a suponer que podrían, y deberían, ser recitados, una y otra vez, como si de un mantra se tratase. Sonetos que Borges le dedicó al ajedrez, a los que concibió en su calidad de Hacedor y presentó en el libro homónimo.

Borges, el mismo demiurgo que supo crear un universo con el milenario y misterioso ajedrez, como procuraremos evidenciar en el curso de esta obra.

 


[1] MF, investigador argentino especializado en  el vínculo entre ajedrez, historia y cultura. 

Borges y un niño
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